Cuando tenía 18 años, leí en el diario La Discusión de Chillán que Margot Loyola iba a llegar a la región a hacer clases de cueca. Supongo que el aviso también salió en la radio, porque en poco tiempo, toda la ciudad se había enterado.
En esa época Margot Loyola ya era muy conocida en todo el país. Llevaba al menos seis años enseñando a bailar cueca y aprender con ella ya era considerado un privilegio. Por eso las inscripciones, que eran abiertas a todo público, llenaron sus cupos casi de inmediato.
Había comenzado a hacer estas Escuelas de Temporada impulsadas por la Universidad de Chile en diferentes lugares para inculcar exactamente lo que después nos explicó que nos hacía tanta falta, que era la conexión con el baile nacional. ¡Imagínate!, yo que era de un colegio de monjas alemanas, casi nada sabía de eso. De hecho, en muchos de mis círculos se veía la cueca como algo solo del pueblo, un pensamiento que ella nos erradicó con su visita un poco antes de septiembre de ese año, en 1955.
En Chillán recién estaban construyendo un nuevo salón que iba a servir como próximo Teatro Municipal, ahí frente a la Plaza de armas, en la calle 18 de septiembre con Constitución. A Margot Loyola le prestaron la única sala que estaba terminada hasta ese momento. Un gran salón principal donde cabían al menos unas 50 personas.
Y ahí estábamos todas, puras mujeres, varias de colegios caros, otras señoras casadas, y algunas que venían de otras regiones solo para esto. Todas mirábamos con atención cuando llegó en compañía de su marido Osvaldo Cádiz y un guitarrista. Honestamente nunca supe quién era el guitarrista. Han pasado 65 años y la presencia de ella en el salón es lo que más recuerdo con claridad.
Margot Loyola se ponía al medio de la sala y dirigía sin dudar ni un momento. Era muy histriónica y de carácter fuerte. "¡Con fuerza, vamos, tomen el pañuelo!", nos decía mientras hacía un círculo grande alrededor de ella. Nosotras, sin tener idea, nos equivocamos constantemente, pero ella siguió insistente con su mayor preocupación, que era nuestra actitud: "¡Pero con más gracia, con el pañuelo en alto!", exclamaba. Era muy apasionada.
Aprovechamos los descansos para conocernos mejor. Ya que ella era muy participativa, también quiso conocer nuestras historias. "Ustedes tienen que aprender a amar la cueca, que les entre al corazón, al alma. Porque eso es lo nuestro, lo chileno, no lo de afuera", nos explicó. Tanto nos recalcó eso, que se me quedó para siempre.
Osvaldo Cádiz también estuvo en nuestras clases. Él hacía el rol del hombre en ocasiones, pero la mayoría de las veces era la misma Margot quien se ponía en medio del salón, siempre dirigiendo, y decía que nos imagináramos que él era el hombre. Así, todas bailábamos a su alrededor. Ella era el centro.
Estuvimos una semana así. Y claro que fue entretenido, después de todo, estábamos preparando un gran espectáculo para el 18 de septiembre, y nuestra profesora era Margot Loyola, la folclorista más reconocida a sus 37 años. Una oportunidad única.
Recuerdo con mucho cariño ese momento. No solo aprendí a bailar cueca, también me cambió la perspectiva que tenía sobre el baile nacional. Incluso, logré tener una conversación extensa con ella sobre el folclor, la música y hasta de Violeta Parra.
Muchos años después, me encontré con ella en un evento donde le hacían homenaje por sus largos años de carrera. Ella ya no hablaba mucho, pero aún así me acerqué y le comenté que había aprendido a bailar cueca con ella. Le di las gracias por todo lo que me había enseñado. Ella asintió feliz.