En la noche anterior, Geoff Emerick no pudo dormir. "Me imaginaba a los cuatro (incluso al amigable y encantador Paul) acosándome, haciéndome llorar, expulsándome del estudio, sumiéndome en la desgracia y la vergüenza. Estaba aterrado", cuenta en su notable libro de memorias El sonido de los Beatles (2007). Básicamente, el inglés estaba en las horas previas a la jornada que cambiaría para siempre su existencia: el día en que empezó a trabajar como ingeniero de grabación de The Beatles, el miércoles 6 de abril de 1966, cuando apenas tenía 19 años y el conjunto se encontraba en la primera sesión de Revolver, el álbum que inauguraría sus años más brillantes y osados.
Pero esa jornada de mitad de semana no sólo levantaría un antes y un después en la vida de Emerick; también marcaría una fisura en la propia música popular. El arribo del ingeniero al equipo de trabajo encabezado por el productor George Martin, y donde se mantuvo hasta casi su epílogo con el disco Abbey Road (1969), hizo que el cuarteto llevara hasta el estudio sus ideas más audaces e incluyera en sus composiciones una serie de trucos técnicos hasta entonces impensados en el rock, desde formas de procesar la voz hasta usos de instrumentos poco convencionales. Emerick, el hombre que falleció ayer a los 72 años, estuvo ahí, como protagonista y motor de ese minuto cero: el trance justo en que la música pop adquiere esa estatura que la transformó en la forma de arte más representativa e innovadora del siglo XX.
Sin mayores rodeos, como si hubiera tenido que empujar rápido ese hito, el primer tema que trabajó junto a la banda fue "Tomorrow never knows", el mismo track de alma vanguardista donde Lennon le pidió que su voz sonara como "el Dalai Lama cantando desde la cumbre de una montaña". Con los años, las solicitudes subirían la complejidad: John le exigió disparates como cantar balanceándose en una cuerda o sonar como si estuviera bajo el agua.
En todas, Emerick se las arregló instalando micrófonos en lugares imposibles, alterando la velocidad de las grabaciones en las cintas y, sobre todo, desafiando el estricto y anticuado manual laboral de los estudios EMI, donde no se permitían mayores cambios estructurales y donde, por ejemplo, todos los ingenieros debían uniformarse usando bata blanca. Aunque, claro, los Beatles, niños mimados de la discografía, tenían ciertas regalías, lo que igual hizo exclamar en algún minuto al fallecido profesional: "por lo difícil de sus grabaciones y por las muchas horas que ocupaban en el estudio, su forma de trabajo se ha vuelto insoportable".
En ese rol, asistió de cerca a la desintegración de la banda que estalló con el Álbum blanco, lo que incluso con los años lo llevó a una sinceridad brutal, sin indulgencias. Siempre dijo que George Harrison le daba poca confianza –tuvieron escasa química desde un principio- y que efectivamente la presencia de Yoko Ono, muchas veces instalada en una cama mientras grababan, fue clave para el quiebre final. Cuando lo echaron de Abbey Road, su lamento fue igual de lapidario: "no nos dieron ni las gracias por haber participado en los discos más revolucionarios y exitosos del siglo XX".
Siguió trabajando con McCartney en los 70, además de Elvis Costello, Supertramp y Cheap Trick. Pero siempre bajo la sombra de su protagonismo en el círculo Beatle. Ese grupo de actores secundarios que -junto a su partida y otras más recientes, como las de Billy Preston y George Martin-, lentamente empieza a esfumarse.