El final de la cuarta temporada de Better Call Saul revela su mano, después de construirla cuidadosamente durante 40 episodios. El spin-off de Breaking Bad se presentó en un inicio como una historia de origen; un viaje para entender a un personaje que en la serie original no tenía mucho trasfondo. Pero quedarse en esa premisa sería reduccionista y simplista para una serie que es mucho más que eso. Lo que Better Call Saul hizo por cuatro temporadas fue un ejercicio más profundo y complicado que explicar las motivaciones de un personaje. El fondo de la historia ideada por Vince Gilligan y Peter Gould es otro: la tragedia de no poder cambiar el pasado.
Ver "Winner", el reciente final de temporada, recuerda de cierta forma ver "The Veredict", el final de la primera temporada de American Crime Story; el desenlace del juicio contra O. J. Simpson. En ninguno de los nueve episodios anteriores la serie de Ryan Murphy (el punto más alto en su inconsistente carrera) daba ni siquiera la más mínima señal de querer reescribir la historia, o dar una versión alternativa al juicio real en contra de la ex estrella de fútbol americano. Y aun así, existía la leve esperanza del espectador de que las cosas fueran distintas. Que Simpson no saliera libre, que su defensa no aprovechara las tensiones raciales de Los Ángeles en los 90 para exculpar a un hombre que renegó toda su vida de su color de piel, pero que tuvo pocos inconvenientes en aprovecharse de luchas legítimas como coartada de un crimen monstruoso. Uno esperaba, a pesar de que era imposible, un final feliz.
Pero todo el punto de American Crime Story es que la historia está escrita. Que sus consecuencias son inevitables, y que la perspectiva, si bien necesaria, es desgarradora cuando identificas exactamente el momento en que todo salió mal, y simplemente es imposible volver atrás. Better Call Saul dio una clase magistral de ese punto en esta temporada, la mejor de una serie que sólo se supera.
Es ese determinismo angustiante el que se respira en cada minuto de "Winner". Porque no sólo el capítulo marca el momento en que Jimmy McGill sella su destino transformándose en Saul Goodman, sino también el momento en que Mike Ehrmantraut firma con sangre su lealtad a Gus Fring. Esa lealtad que lo tendrá en un futuro no tan lejano con una bala en el abdomen, desangrándose en una roca y pidiéndole a Walter White que cierre la puta boca y lo deje morir en paz. La serie tendrá a Goodman en el título, pero es tanto la tragedia del abogado incapaz de escapar de su naturaleza corrupta como del ex policía que termina siendo el brazo derecho de un capo de la droga.
El golpe bajo del capítulo es que enfatiza lo más que puede el cómo todo podría haber sido distinto. Como la relación de Jimmy y Chuck McGill, a pesar del mutuo desprecio, tenía momentos de profunda dulzura y empatía, y que si ambos hubieran dejado de lado lo peor de sus naturalezas, quizás sus historias habrían terminado de otra forma. Mike, por su lado, intenta por todas las formas arreglar su predicamento sin muertes. Su búsqueda por Werner Ziegler es también una desesperada maniobra por intentar mantenerlo con vida; un ideal ingenuo para un hombre que ya debería conocer a Gus Fring lo suficiente como para saber que los errores se pagan con la vida. Pero es finalmente Mike quien tiene que tomar una decisión, y decide jalar el gatillo sobre un hombre que lo consideraba un amigo. El único otro momento en que se vuelve a ver a Mike, es una representación simbólica de su venta de alma al diablo: silente, entre las sombras, vigilando a Fring.
El final de Jimmy McGill y el nacimiento de Saul Goodman es igual de escalofriante. Bob Odenkirk ya había tenido un momento magistral representando el quiebre de su personaje sólo con su rostro: cuando Howard Hamlin le cuenta que la muerte de Chuck no fue un accidente, sino un suicidio, y que se culpa a sí mismo, la expresión de Jimmy es de un frío alivio, la misma cara que ha puesto cada vez que se sale con la suya. Un verdadero triunfo del lenguaje no verbal, a la par del momento de la segunda temporada de Breaking Bad en donde Walter White deja morir a Jane, la novia de su protegido Jesse Pinkman, ahogada en su propio vómito. Un momento clave, en que Bryan Cranston, sin diálogos, pasa por una montaña rusa de emociones, hasta un desenlace tremendo: ya no existe Walter White. Sólo Heisenberg.
Y McGill vive un proceso similar en la cuarta temporada, pero extendido en diez episodios, siendo el último de estos el punto de no retorno. Poco se puede hacer después del espectáculo repugnante que el personaje realiza durante el último episodio, explotando sentimientos que no tiene por su fallecido hermano para recuperar su licencia de abogado, pero también para enterrar su apellido y legado. Debería ser sólo condenable, el momento para rendirse con Jimmy McGill y Saul Goodman. Pero incluso cuando desde el principio se revela el plan del protagonista, no se puede evitar aún esperar su salvación. Desear que cambie, que tome una decisión distinta, algo que impida que eventualmente sea Gene, el calvo empleado en una sucursal de Cinnabon, condenado al arrepentimiento y la paranoia.
Pero no. La lección ha sido enseñada una y otra vez, pero aun así Gilligan y Gould saben que no la hemos aprendido. Que aún esperamos cambiar la historia. Y por eso, ese momento final, en que nos damos cuenta que es imposible, es aún más terrible. La expresión de horror de Kim Wexler es la expresión de una audiencia que seguía esperando un final feliz. La historia ya estaba escrita, y lo que viene sólo será terrible. Saul Goodman y Mike Ehrmantraut están condenados antes de empezar la serie. Lo fascinante es cómo, durante mucho tiempo, seguimos esperando que no fuera así.