Sostener que Roberto Merino es nuestro mejor cronista acarrea un grado de imprecisión, puesto que si bien sus escritos cabrían dentro de ese atado incierto que, quizás por flojera, llamamos columnas de opinión, para mí resulta bastante notorio que el único rasgo periodístico que poseen los textos de Merino es que se publican regularmente en un par de diarios. Si se trata de decir las cosas por su nombre, Merino escribe ensayos, microensayos para ser más preciso, claro que no por ser breves pierden el esplendor ni la profundidad que caracterizan a un género tan noble y escaso en nuestro ambiente.
Es ahí, en la brevedad que impone un espacio limitado dentro de la página de un diario, donde precisamente yace parte de la genialidad de un escritor que es capaz de armar un transatlántico (esto creo haberlo dicho antes), con todas sus piezas, tornillos y engranajes, a partir de una pelusa que se le metió al ojo, que se posó en la solapa de su abrigo o que simplemente se le cruzó por la mente, da igual, ya que el resultado es siempre sorprendente.
Por las ramas, la más reciente recopilación de microensayos de Merino, alude en su título al "irse por las ramas", un arte que el autor ha cultivado por décadas con dedicación, desparpajo, originalidad y talento. Una segunda derivada del título tiene que ver con el paisaje urbano y con ciertos animales que pululan por las plazas o por los canales de televisión que emiten programas de vida salvaje. El libro, sin ir más lejos, está dedicado "al puma Santiago, que perdido en la ciudad hace unos años, tras una cadena de infortunios pudo huir de sus captores y regresar a la cordillera por la ribera del río Mapocho, en dirección opuesta a la de la corriente".
Se trata de 40 piezas imperecederas, pues no sólo hablan de ciertas peculiaridades asociadas a las aves, los árboles, el mar y algunos mamíferos, sino que entremedio desvelan vericuetos de la personalidad de Merino, quien con los años se ha ido convirtiendo en algo así como el más lúcido de nuestros excéntricos. "En este momento pienso que, en el caso de desaparecer, deberían buscarme en la pajarera del zoológico de Santiago", asegura en un momento. Algunas páginas más adelante, admite haber descubierto "que el mejor conjuro para que no nos hablen los locos es hacerse uno mismo el loco: un par de morisquetas bastan, o un movimiento espasmódico de la cabeza". Y luego: "Si me urgieran en este instante a hacer una evaluación retrospectiva, estaría tentado de decir que fui uno de esos tipos a los que se les fue la vida en un café".
Las observaciones sobre el carácter nacional también abundan en Por las ramas. Entre mis favoritas figura la siguiente: "La fobia a los árboles es uno de los rasgos incomprensibles de la chilenidad. No podría adelantar una teoría ni establecer esta pulsión persistente, pero en nuestro país no hay árbol cuya existencia esté asegurada". Benjamín Subercaseaux, gran ensayista de antaño, tenía una explicación al respecto: los conquistadores españoles odiaban los árboles, les temían, no estaban acostumbrados a su majestuosa presencia, esto porque España, afirmaba enfático, fue desde siempre un peladero.
Probablemente debido a su vocación de parroquiano asiduo a los cafés, Merino desarrolló el vicio de captar conversaciones ajenas mientras finge estar absorto en sus propios pensamientos. Grandes microensayos provienen de tal ejercicio. Y como si no le bastara el oído, también posee un telescopio: "Es asombroso el grado de magia que puede introducir un telescopio en la vida doméstica", indica antes de enumerar sus más recientes hallazgos: "la filigrana de una canaleta, la grieta de un estanque de agua, la silueta tras los vidrios de alguien que parece discutir gesticulando, una toalla de playa con un mar y un velero secándose en una azotea lejana, una foto en un living que no se alcanza a entender si es de una primera comunión o de un matrimonio".
La melancolía contenida, la observación rápida e inteligente, la digresión gloriosa a tiro de escopeta, la evocación cómica, la erudición amable, generosa, son tal vez las características más distintivas de la literatura de Roberto Merino. Pero yo prefiero atesorar otra: la facultad egoísta de ser único, de ser tan despiadadamente inimitable.