¿Siente el lector de estas líneas que el tiempo apremia? ¿Le parece que, no obstante todo está hoy "a un clic", el tiempo se le va como el agua entre los dedos? Si es así, no está solo. A mediados de año, un artículo de La Tercera caracterizaba la falta de tiempo para hacer lo que realmente se quiere con un rótulo elocuente: "La nueva pobreza".
Recurso cada vez más escaso para amplios sectores, el tiempo ha sido tema de físicos, poetas y filósofos, así como la piedra misma que Andrei Tarkovski esculpió en su obra fílmica. Y en las ciencias sociales, donde el interés no ha sido tan manifiesto, ha habido sin embargo una "sociología del tiempo" que tiene en Hartmut Rosa (Lörach, Alemania, 1965) a su más ilustre representante.
Director del Centro de Estudios Culturales Max Weber, y profesor de la Friedrich Schiller Universität-Jena, es autor de una obra que tiene entre sus claves los conceptos de aceleración -a su juicio, el proceso cardinal de la modernidad-, alienación, resonancia y estabilización dinámica. De esto y más estuvo hablando hace una semana en las facultades de Economía y Ciencias Sociales de la U. de Chile, invitado por el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), el Goethe Institut, la Fundación Friedrich Ebert y el Doctorado en Teoría Crítica y Sociedad Actual de la U. Andrés Bello.
"Bajo la presión de un ritmo que crece sin cesar", plantea el académico, "los individuos se enfrentan a un mundo que no pueden habitar y del que no pueden apropiarse". Ahí despunta el miembro insigne de la cuarta generación de la llamada Escuela de Frankfurt, el hogar de la Teoría Crítica de la Sociedad (la de Theodor Adorno, Herbert Marcuse y los demás).
Rosa cuenta que le gusta la etiqueta porque "apunta a algo que es cierto: mi guía de tesis doctoral fue Axel Honneth (Crítica del agravio moral), miembro de la tercera generación. He adherido a esa tradición y cuando pienso en mi propio trabajo, creo que comparto sus intuiciones. Muchos dicen que hay una fractura entre la primera generación (la de Adorno, Marcuse, Horkheimer) y la segunda y la tercera (las de Habermas y Honneth, respectivamente): en mi caso, aprendí mucho de Honneth, pero también acudí a la primera generación y a conceptos como el de alienación", dice Rosa sobre un término esencial en Marx -el extrañamiento del trabajador respecto de lo que produce- y que en su caso es más bien "la incapacidad de apropiarse de un mundo que se percibe silente".
Para el también filósofo, si Frankfurt aún existe, es porque "vive de la innovación, de gente con distintas ideas y posturas. No se trata de una etiqueta que me obligue a pensar en términos de una determinada tradición".
-Dice usted que el concepto de resonancia "podría ser la solución al impasse entre identidad y diferencia". ¿Lo ve como una respuesta? ¿De qué tipo?
-La resonancia tiene mucho que ver con el lado material y físico de los seres humanos: no solo eres un animal cognitivo, tienes un lado emocional, afectivo, corpóreo, y eso lo quise incorporar. En la filosofía social, están los de tipo hegeliano, enfocados en las nociones de identidad y reconciliación, y los posestructuralistas, que enfatizan la diferencia irreconciliable. La idea de resonancia tiene en cuenta ambas intuiciones: propone que es posible llegar al otro y establecer un diálogo, pero al precio de una autotransformación en la que se salva una distancia.
-Usted ha citado a Reinhart Koselleck, para quien desde el siglo XVIII hay un "sentido general de aceleración" que acompaña a las sociedades modernas. ¿Qué tan crucial resulta hoy el término?
-Quise dar con una definición sociológica de aceleración y concluí que hay tres elementos en juego: uno es tecnológico (la aceleración en los transportes, la comunicación y la producción); el segundo es la aceleración de los índices de cambio (las prácticas cambian, los modos de conocimiento, etc.), y el tercero es la aceleración del ritmo de la vida (tratamos de hacer más cosas dentro del mismo marco temporal). Todo esto no es de ahora y no es un proceso: viene en olas. Hacia 1900, por ejemplo, con los autos y la electricidad, hubo una ola de aceleración, y si hoy hablamos de burnout (agotamiento), entonces se hablaba de neurastenia. Actualmente hay una nueva ola de aceleración, en un mundo que se ha hecho muy inestable, pero hay algo nuevo: siempre hubo una promesa de que, si acelerábamos, si seguíamos moviéndonos hacia adelante, la vida mejoraría.
-El progreso...
-Es la idea de que venceremos la escasez, que tendremos suficiente, que venceremos la enfermedad, la ignorancia. Y en algún punto, empezamos a ir en la dirección contraria: sentimos inseguridad respecto de qué comer, respecto de cómo criar a nuestros hijos, si esta pantalla es buena o mala para ellos. Y nos sentimos amenazados. Ya no nos mueve la idea de progreso; nos impulsa la amenaza de desastre: si no trabajamos duro, como individuos y como sociedades, el próximo año estaremos cesantes o la economía colapsará. Hoy, la lógica de la velocidad es empujada desde atrás, por el desastre, y no desde adelante, por una promesa.
-¿Es muy lenta la política para estos tiempos?
-Hay una paradoja temporal con la política: para llevar adecuadamente a cabo su cometido, y cumplir con estándares de racionalidad, el proceso democrático toma tiempo. La democracia es un proceso de formación de una opinión pública, lo cual se hace a través del discurso y del intercambio entre diferentes posiciones y versiones. Hay un proceso deliberativo que da pie a soluciones públicas. Esa es la promesa democrática. Pero es laboriosa. Todo está más politizado: hay más reglas y decisiones, hay sociedades más complejas y plurales. Todo eso pide más tiempo, pero hay menos.