Sara Mesa: elogio de la anomalía
A Sara Mesa no le interesa plantar una bandera en el descubrimiento de una verdad generalizadora sobre la condición humana o las relaciones sociales; prefiere enfocarse en aquello que escapa a la generalización. Esa es su gran virtud.
Cara de pan (Anagrama), la nueva novela de la escritora española Sara Mesa (1976), ha sido una de las atracciones de la feria de Frankfurt: hay unas siete traducciones en marcha. Este libro corto y potente, con trazas de fábula para adultos, juega con las expectativas y se atreve a tocar sin complejos un tema controversial en la cultura contemporánea: la relación entre una niña y un hombre adulto. El narrador de la novela se coloca en una situación difícil: las opciones parecen predeterminadas negativamente, hacia la transgresión o la cursilería. Lo fascinante es como logra encontrar el camino en medio del campo minado.
Sonia, el personaje principal de Cicatriz, la anterior novela de Sara Mesa, dice que le interesan "los anormales, excéntricos y marginales… los que tienen algo que ocultar". Esa frase podría aplicarse a toda la obra de Mesa: en Cara de pan asistimos de nuevo a la dinámica compleja que se desarrolla entre dos inadaptados. Por un lado, la niña desde cuya perspectiva se narra la novela, conocida por sus amigas como Cara de pan (Casi, para ella misma): cansada del colegio, ha decidido no acudir más a este y pasa los días escondida en un parque; por otro, un señor mayor al que la niña llama el Viejo, que interrumpe su retiro con relatos sobre pájaros y disquisiciones sobre Nina Simone. ¿Puede haber alguna relación entre los dos? "Los hombres no pueden ser amigos de las niñas, le han dicho siempre (a Cara de Pan), y aún más: es imposible que un viejo se haga amigo de una niña. El viejo engaña, tiene intenciones ocultas, intenciones sucias. Esto es lo natural, no lo contrario".
Sara Mesa extrae todo el provecho posible de una situación cargada. Es obvio que algo ocurrirá: la novela se tensa en la espera de ese momento y se carga de esos huecos de sentido por los que se cuela la fantasía. El Viejo es demasiado ingenuo, con su habla cargada de signos de admiración, y además no trabaja, ha estado internado en un psiquiátrico y lo han amonestado por acoso sexual: algo se esconde ahí (hay truculencia en la respuesta, pero no la esperada). La niña, por su parte, en su afán por madurar -tiene casi catorce, es casi adulta-, se pregunta por qué el Viejo tarda tanto en decidirse: "¿Es por que es fea, porque es gorda, por los granitos en los brazos, porque nunca ha vivido nada digno de contarse, porque no tiene la voz ronca y seductora que tienen otras chicas?". No solo los lectores esperan el próximo movimiento; también los personajes.
Cara de pan es un taller maestro sobre cómo escribir sobre situaciones y personajes a contrapelo del gesto normal y del momento histórico. Es cierto que no todo cierra: pese a las explicaciones dadas, ¿puede la niña faltar tanto tiempo a clases sin que nadie del colegio se interese por ella? Eso le da a la novela un aire de fábula: en el espacio que crean el Viejo y la niña se suspende el tiempo y buena parte de lo que ocurre afuera. El deseo de entenderlos con armas tradicionales es inútil: dice el Viejo que los doctores y otras autoridades intentan cocinarlos "al gusto de la psicología": "¡Como pollos rellenos!... Los abren y los vacían y después rellenan el hueco con lo que piensan que es mejor". Casi llega a una conclusión similar cuando la doctora la interroga: "esa mujer estaba enferma, pensó: enferma de psicología". A Sara Mesa no le interesa plantar una bandera en el descubrimiento de una verdad generalizadora sobre la condición humana o las relaciones sociales; prefiere enfocarse en aquello que escapa a la generalización. Esa es su gran virtud.
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