Cuando la Marina chilena se sublevó en 1931, Manuel Astica tenía 25 años. Había nacido en Linares en 1906 y abrazado el activismo político desde temprana edad. Fuentes confiables aseguran que perteneció al círculo de hierro del mismísimo Clotario Blest y fungió de agitador en la Salitrera Cecilia, de Antofagasta. Cansado de sus labores como periodista en algunos diarios talquinos, se alistó como Cabo Dispensero en la Armada Chilena.
Movido más por el amor a las aventuras de Julio Verne que por un afán patriótico y castrista, Astica Fuentes se encontraba en el Acorazado Latorre aquel 1 de septiembre del año consignado. La crisis del 29 estaba socavando los raquíticos pilares de la joven patria. Junto con una serie de recortes fiscales, el gobierno del vicepresidente Manuel Trucco había decretado una rebaja importante en los salarios de los marinos. Los tripulantes del Latorre, buque insignia, decidieron reunirse y planear un motín como respuesta.
Oficiales y altos mandos fueron tomados por sorpresa. El motín, iniciado esa madrugada de septiembre, había sido un éxito. Las peticiones de los "subversivos" iban desde cuestiones estrictamente salariales hasta otras de orden político: suspensión del pago de la deuda externa, reforma agraria e incluso medidas serias para la creación de empleos. La opinión pública habló de una infiltración comunista, acaso la semilla del cáncer que más tarde se desataría. Puede que más de algún incauto haya especulado en torno a una conflagración del pueblo mapuche o conexiones insospechadas con alguna célula terrorista extranjera.
Astica fue uno de los encargados de establecer las negociaciones con la contraparte oficialista. Su adversario fue Edgardo Von Schroeder, que posteriormente formaría parte del Frente Nacional Chileno. A pesar de que no existen registros de la conversación que ambos actores tuvieron en los albores de aquel septiembre negro —septiembre, siempre septiembre—, sospechamos que la sólida formación filosófica del linarense descolocó a Von Schroeder al punto de reclamar su condena a muerte.
Para el almirante, Astica era un "peligroso espécimen", de "cara delgada, cutis moreno amarilloso, nariz afilada, ojos negros penetrantes y con expresión de muy malo", con "mucha labia para discutir sobre temas elevados que se conoce que ha leído, pero no digerido". "No comprendo cómo el Consejo de Guerra de San Felipe no condenó a este energúmeno a la pena de muerte", afirmó con esa sangre fría que caracteriza a los entonces admiradores del nazismo.
Lo que siguió fue una seguidilla de dimes y diretes entre los demandantes y la sedición que terminó por imponer la voluntad del Estado. Suerte o bondad, Astica Fuentes pasa un año preso luego de ser condenado por el Consejo de Guerra. Ignoramos las condiciones en que cumplió su condena o los sentimientos que lo embargaron mientras duró su presidio. Lo que sí sabemos es que el Cabo Astica tuvo, a lo Boecio, su propia consolatione. Thimor, escrita en 1932, es considerada la primera novela utópica local y sus descripciones a ratos flirtean con las visiones optimistas del solarpunk, el budismo y el poliamor.
Si el pensamiento utópico es, para decirlo con Lewis Mumford, una negación del presente, no es gratuito pensar que el texto de Astica fue una forma de conjurar la derrota y establecer una habitación imaginaria, reverso de este mundo.
La narración comienza, cómo no, en el mar. Un vapor de carga japonés recala en la costas de Valparaíso, trayendo a cuestas al "Burlador", velero a cargo de Luis Enrique Barrera Montano que zarpase sin rumbo un par de lustros antes. En su interior, gastado por paso del tiempo, se encuentra un paquete con una carta escrita por el capitán. "Fecho estas instrucciones en la Gran Ínsula Thimor; desconocida de vuestro mundo, último vestigio del perdido continente de Lemuria, a 23 días de la cuarta Luna, del año 5342 de la civilización Lemuriana".
En plena fiebre del oro y con una caravana incesante de migrantes que salían de los puertos chilenos hacia la tierra de Jauja, Barrera Montano es magnetizado por aquel lugar conjetural del que sólo tiene noticia en viejos libros. De camino a California, atravesando los trópicos, la quimera del protagonista parece llamarlo silenciosamente. En pleno viaje, una tormenta en altamar los desvía de las rutas náuticas tradicionales, arrastrando al Burlador y moviendo a sus tripulantes a un pánico ontológico.
Para suerte o desgracia, Barrera y su tropa sobreviven. Para suerte o desgracia, Barrera y compañía recalan en una tierra incógnita. Allí, reina una lucidez intelectual que flirtea con las teorías organicistas que fueran el antecedente directo de la teoría de sistemas de Talcott Parsons. "Su mundo", le dice uno de los anfitriones al protagonista, "el mundo de donde usted viene, se encuentra aún en el periodo bárbaro. Cada actividad, cada iniciativa de ustedes está guiada por una aspiración de triunfo individualista y quienes triunfan son en realidad lo más fuertes, los más hábiles, los más pillos…". Adelantándose a los análisis fast-food que campean en las páginas de la izquierda universitaria local, Astica parece formular una crítica del espíritu mismo de la Modernidad y su actitud blasé.
Mención aparte merecen los paisajes, que nada tienen que envidiar a las fantasías ecologistas de James Cameron en Avatar: "No hay calles, ni plazas, ni avenidas. Todo es una inmensa selva de jardinerías y fantásticos árboles enanos. De este mar de verduras salpicado de orquídeas, surgen como geométricos islotes edificios de líneas puras y coloridos simples. Y cada construcción es una audaz concepción arquitectónica".
Puede que las visiones del linarense hayan estado movidas por una mezcla de hambre, melancolía y su firme convicción católica de un mundo ultraterreno. En Thimor, las relaciones carnales incluso aparecen como una práctica olvidada, propia de especies antediluvianas. Y Barrera, que antes que ser humano es chileno, sufre y ve su mundo —su mundo interior— puesto en entredicho. Astica parece estar proyectando en la novela sus deseos de una comunidad por venir. Una liberación del ethos que varias décadas más tarde se instalaría con éxito y sin leer las condiciones de uso.
En el documental De las armas y las letras, vemos a los realizadores caminar por Valparaíso, ciudad donde Astica pasaría el resto de su vida. ¿Conoce a Manuel Astica Fuentes?, le preguntan a varios peatones. Más de alguno pregunta si es un cantante de boleros. El documental fue realizado en 1986. Un par de años después recibiría el Nacional de Literatura. Su rol en la sublevación de la armada pasaría a ser una anécdota marginal. El acorazado Latorre, donde emplazó con firmeza a Von Schroeder y comenzó la sublevación, fue vendido como chatarra a un astillero Japonés.
Edgardo Von Schroeder, por su parte, se instaló con éxito con un exclusivo club de golf en el destacado balneario de Cachagua.