Seguramente se discutirá largo tiempo cuánto le agrega y cuánto le quita la película Al otro lado del viento a la corona de espinas que Orson Welles sobrellevó durante décadas como cineasta maldito. La cinta, a casi 50 años de que fuera filmada, es estrenada en Netflix junto al documental Me amarán cuando esté muerto de Megan Neville, que explica las circunstancias en que su autor la concibió, la filmó y dispuso preliminarmente el material. Welles habría alcanzado a editar unos 40 de los 122 minutos de la obra y queda la duda, como ocurre en prácticamente todas sus películas, salvo la primera, Citizen Kane, si se hubiera sentido interpretado por la edición con que se ha estrenado. Después de todo eran unas 100 horas el material filmado. Hay quienes piensan que la película no puede ser más ortodoxa y wellesiana. Y hay otros que dudan. La cátedra seguirá dividida. Sospecho que al público masivo la pugna le dirá poco porque Al otro lado del viento es una película caótica en la que pocos perseverarán hasta el final.
Lo que sí está claro es que la obra es coherente con el artista que Welles fue en sus años finales, cuando ya llevaba muchos exiliado de la industria, estaba acorralado por sus fracasos y sabía que le quedaba poco tiempo. Al otro lado del viento iba a ser su última carta para redimirse, limpiarse y volver a consagrarse. Welles olió que las cosas en Hollywood estaban cambiando y que en la industria de los 70, en que estaban triunfando jóvenes como Spielberg o Bogdanovich, podía haber un lugar para él. No se demoró entonces mucho en apelar a su propia egolatría para imaginar la historia de un cineasta genial que, tras haber vuelto del exilio, vive el último día de su carrera y se traslada con la "troupe" de rodaje a la casa de una actriz amiga a celebrar sus 70 años y revisar tramos de la cinta -cool, "moderna" y "antonionionesca"- que está rodando.
Al otro lado del viento recoge probablemente la majestad visual en pleno del cine de Welles. Pero se da vueltas hasta lo indecible tratando de encontrar un eje dramático, de distinguir la paja del trigo, de conectar emocionalmente con los personajes y de ir un metro más allá de la glorificación de la genialidad por la pura genialidad. Aparte de ser el último creyente de la autoridad del derecho divino de los reyes, Welles, que era un improvisador superdotado, puede haber vuelto a pecar de autoconfianza puesto que la película como un todo es confusa y no avanza a ninguna parte. Pero tiene tramos bellísimos y poderosos que serán parte del mejor imaginario expresionista de Welles, el cineasta que dejó más proyectos inconclusos que películas terminadas.
El documental Me amarán cuando esté muerto entrega mucha información y trivia sobre cómo nació, cómo se trabajó y finalmente cómo se hundió Al otro lado del viento. Hasta la revolución islámica iraní se confabuló en contra del proyecto. A veces la información es más, mucho más, de lo que quisiéramos saber. Sí, sabíamos desde hace tiempo que los artistas también pueden ser unos crápulas. Lo concreto es que hacia el final de su vida Welles ya era un cineasta poco viable y carecía de las disciplinas exigidas para calificar. Sentía tener derecho a algo que el mundo le seguía negando, estaba sufriendo de verdad como animal herido y, tal como los reyes shakespereanos pertinaces y enloquecidos que tanto le gustaban, violó códigos de respeto y lealtad con tal de salvarse. Al final no se salvó. Pero describió una experiencia de vida que es al mismo tiempo triste y formidable, vergonzosa y trágica, miserable y grandiosa. Lo interesante de Al otro lado del viento, su última realización, más que la película en sí, es el fenómeno telúrico y descomunal que fue él.