El reino del lenguaje: leseras de papamoscas
En El reino del lenguaje, un ensayo imprescindible, osado y cómico, el recién fallecido Tom Wolfe ajustició de un guantazo a dos pensadores colosales: Charles Darwin y Noam Chomsky.
En 1869, Darwin aseguró que el lenguaje humano provenía del canto de los pájaros: en tiempos inmemoriales, el hombre comenzó a imitar el trino de las aves y creó así "una protolengua musical". Por supuesto que la teoría sonaba un poco descabellada, y no faltaron los filólogos distinguidos de la época que se burlaron despiadadamente del arrojo del naturalista inglés (el más sarcástico entre ellos fue Max Müller). Sin embargo, 150 años después del pronunciamiento de Darwin, el origen del lenguaje seguía siendo un misterio, incluso para Noam Chomsky, quien a partir de la década de 1950 se había convertido en sumo sacerdote y tirano máximo de la lingüística universal. En El reino del lenguaje, el último y fascinante libro que publicó antes de morir, Tom Wolfe se encarga de fulminar a Darwin y Chomsky con desfachatez, humor y erudición, al tiempo que deja bien establecida la verdad en torno al tema: el habla es un artefacto inventado por el hombre.
Como se sabe, Darwin escribió El origen de las especies a la rápida y bastante alterado, puesto que un joven y humilde papamoscas (nombre peyorativo que los naturalistas de alcurnia les daban a quienes recolectaban para ellos especímenes en las selvas tropicales) había llegado a la misma conclusión que él, nada menos que a la teoría de la evolución, idea a la que Darwin le había dedicado una vida de especulaciones e investigaciones secretas. Curiosamente, Alfred Wallace, el papamoscas en cuestión, le envió al propio Darwin el artículo de 20 páginas en donde explicaba su descubrimiento, pidiéndole que por favor se lo hiciese llegar al decano de la especialidad en Inglaterra, sir Charles Lyell, en caso, por supuesto, de que sus observaciones valieran la pena. Lyell era íntimo amigo de Darwin y entre ambos complotaron para disminuir a Wallace y acelerar la publicación de la obra cumbre de Darwin. Mientras ello ocurría en Londres, Wallace se encontraba cazando moscas en Nueva Guinea.
El segundo papamoscas del ineludible relato de Wolfe es Daniel L. Everett, un lingüista de modestísimos orígenes que gastó 30 años de su vida estudiando el habla de los indios amazónicos pirahã. A través de un artículo publicado en 2005, Everett desafió los postulados sacrosantos del insoportable Noam Chomsky, que a la fecha no sólo llevaba 50 años ejerciendo como monarca absoluto de la especialidad, sino que también se había convertido en uno de los intelectuales más populares de la izquierda caviar. "A Chomsky lo aburrían mortalmente todas aquellas lenguas inanes que los anticuados papamoscas como Everett seguían trayendo del 'campo'. Pero aquel artículo era una afrenta dirigida contra él personalmente, a su nombre", explica Tom Wolfe. El mayor descubrimiento de Everett -los pirahã no utilizaban oraciones subordinadas- echaba por tierra la teoría de la gramática universal de Chomsky, que si bien ha sufrido alteraciones desde que fue formulada en los años 60, básicamente arguye que todas las lenguas comparten ciertas formas universales.
Sin mencionar jamás a Everett por su nombre, aunque acusando el profundo desasosiego que le producía su insolencia, Chomsky movilizó a la academia en contra del papamoscas, mas éste, a diferencia del pobre Wallace, se adelantó y les dio el golpe de gracia a los pálidos y pedantes profesores de Harvard y del MIT: publicó No duermas, hay serpientes, un libro mitad antropológico, mitad científico, en el que narraba sus años con los pirahã. Insospechadamente, la obra se convirtió en un bestseller, y a Chomsky y a su patota de neodarwinistas no les quedó otra que reconocer que, en realidad, nada se sabía acerca del origen del lenguaje. Según Wolfe, la revelación, expresada en un artículo titulado The Mystery of Language Evolution, "era histórica, pero no en un sentido triunfalista": ahí figuraban "los nombres más respetados en el ámbito del estudio del lenguaje, con Chomsky destacando por encima de todos, ondeando la bandera blanca de la derrota y la vil rendición… después de 40 años seguidos de fracaso".
En suma, Everett, al igual que Max Müller en el siglo XIX, sostenía que el lenguaje no era fruto de la evolución, sino "una herramienta cultural" que el hombre construyó por sí mismo. La clave del asunto reside en una palabreja de apariencia intimidante pero de significado iluminador y juguetón: mnemotecnia (la "m" no se pronuncia y basta con teclear "mn" para encontrar de inmediato una definición online). Lo más recomendable, sin embargo, sería llegar a ella a través de El reino del lenguaje, tal vez el mejor libro que escribió ese gran provocador de punta en blanco que fue Tom Wolfe.
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