Tal vez todo se trate de eso. De ir siempre contra la corriente, oponiéndose a las convenciones, a la sonrisa fácil, a la palmada en la espalda o al lugar común del pianito que todo lo envuelve en papel de regalo. Quizás por eso también ese carácter díscolo y arisco, como de gato a punto de arañar contra la pregunta retórica. Es tal vez el mismo temperamento de diablos que poseyó a Beethoven dos siglos atrás, que le hizo transformarse en un sordo sin amigos, pero en un revolucionario en sus cuartetos, yendo hacia donde nadie sospechaba.

O el mismo temperamento de Miles Davis, un innovador y original indiscutible en el jazz, enemigo de los blancos que pretendían seguirle los talones en el ritmo sincopado y, está de más decirlo, una fiera con los periodistas.

En fin, Ennio Morricone es el gran compositor de bandas sonoras de los últimos 50 años y, claro, es de la estirpe de los músicos irascibles. A lo Beethoven, a lo Davis y, ¿por qué no?, a lo Violeta Parra. No le gusta hablar siempre de lo mismo y sabe que lo suyo es trabajo duro. Hace siete años decía a La Tercera que la inspiración "no existía", pero antes ponía en aprietos al periodista al dudar de su manejo del idioma italiano (el maestro no da entrevistas en otra lengua que no sea la suya). Y hace once años, el reportero Jesús Ruiz Mantilla, del diario El País de España, le hacía una extensa entrevista donde Morricone decía lisa y llanamente que "despreciaba la melodía", pero que estaba obligado a componerlas ya que "las películas lo exigían". Finalmente, la nota concluía que el autor de la música de El bueno, el malo y el feo (1966) era un "auténtico viejo gruñón".

Los soundtracks de un rockstar

Quizás con lo de "viejo gruñón", Ruiz Mantilla se refería a que el músico italiano tenía comportamiento de rockstar, algo plausible tratándose de quién es: ha compuesto más de 500 bandas sonoras, en casi todos los géneros imaginables y para algunos de los realizadores más importantes de Europa y de Hollywood. Por si fuera poco, su música ha influido a compositores, djs, jazzistas, cantantes de fado y, al menos un grupo de rock utiliza sus bandas sonoras en la introducción de sus recitales: Metallica. Antes también lo hacían The Ramones.

La conexión con el rock es lógica: Morricone fue uno de los primeros compositores en atreverse a mezclar lo clásico y lo popular, lo docto con lo silvestre. El ejemplo clásico es la guitarra eléctrica en el tema central de El bueno, el malo y el feo, pero en rigor en todos los spaghetti westerns de Sergio Leone (desde Por un puñado de dólares a Érase una vez la revolución) hay intromisión de música, instrumentos y ruidos "profanos": silbatos, disparos, arpas de boca y, por supuesto, el instrumento que él tocó de pequeño: la trompeta.

Después de las creaciones para Leone, se abrieron las puerta para Morricone. Vendrían sus colaboraciones con Bernardo Bertolucci (Novecento, La tragedia de un hombre ridículo), su consagración en Hollywood con la música para La misión (donde también incorporó coros), su mejor banda sonora para Sergio Leone (Érase una vez en América) y su magnífico trabajo para Brian De Palma en las películas Los intocables, Pecados de guerra y Misión a Marte. También su inquietante partitura para La cosa de John Carpenter y las subvaloradas composiciones para Búsqueda frenética de Roman Polanski y ¡Átame! de Pedro Almodóvar. En muchas de ellas, la voz sugestiva e inolvidable de la cantante italiana Edda Dell'Orso fue siempre una marca registrada.

Sin embargo, es probable que sólo su relación con el director italiano Giuseppe Tornatore haya tenido tanta importancia para él en términos humanos como la que tuvo con su amigo Sergio Leone, fallecido en 1989. A Tornatore le ha compuesto al menos diez soundtracks, incluyendo Cinema Paradiso (1988) y Malèna (2000).

Morricone, incisivo y temperamental, es un hombre que se mueve con pasión y trabaja mejor para los que le quieren. Nunca ha sentido realmente un gran aprecio por la cultura de Hollywood y es sabido que rechazó muchas ofertas para trasladarse con casa pagada y todo a Los Angeles. Prueba de esa extraña relación con Estados Unidos es que el Oscar le llegó tarde, recién en el 2016 por Los ocho más odiados, de Quentin Tarantino, realizador con quien ha tenido una conexión titubeante.

Finalmente es probable que nada de eso importe. Se lo perdonamos. Es Morricone. Un genial gruñón.