Durante sus últimos 15 años vivió sobre una silla de ruedas y apenas pudo completar una película, Me and you, en el 2012. Sin embargo, parecía que al fin estaba saliendo de la noche del bloqueo creativo y de la mala salud. Hace sólo siete meses había concedido una entrevista a Vanity Fair y revelaba que se encontraba escribiendo una nueva película. El amor y la imposibilidad de comunicarse serían sus temas.

Desde ayer, el guión perdido de aquel proyecto (si es que llegó a concretarse como tal) pasará a integrar la honorable y extensa lista de los filmes nunca jamás realizados. Un cáncer de pulmón, corto y fulminante, terminó ayer en la mañana con la vida del cineasta italiano Bernardo Bertolucci a los 77 años, el único director de su país en obtener el Oscar a Mejor Película, en su caso por El último emperador (1987), que en total acaparó nueve estatuillas en 1988.

Es una maldita ironía que un cineasta tan sensual y físico, tan sensible a los personajes juveniles y sus instintos eróticos (desde Antes de la revolución en 1964 hasta Los soñadores en el 2003 o su final Me and you) haya estado prisionero de una silla de ruedas en el crepúsculo de su existencia. Es casi como si hubiera sido una purga involuntaria de un pecado ético de juventud: haberse pasado de los límites en su trato a la actriz Maria Schneider en El último tango en París (1972), su película más famosa y controvertida.

Bernardo Bertolucci perteneció a la estirpe tan brillante, fecunda y arquetípicamente italiana del artista marxista. Como Cesare Pavese, Sergio Leonne, Luchino Visconti o Michelangelo Antonioni. De la misma manera que los tres últimos, sentía cierta asfixia ante el provincianismo cultural italiano y no tardó, al igual que ellos, en recurrir a actores de renombre internacional para que engalanaran sus historias. Tuvo a los mejores: Marlon Brando, Robert De Niro, Gérard Depardieu, Donald Sutherland, Peter O'Toole, John Malkovich, Jean-Louis Trintignant.

Sus temas siempre abrevaron de la literatura, la política y la sexualidad. Siempre sus películas militantes tenían una lectura erótica, pero no al revés. No es por nada que tras una serie de filmes altamente intelectualizados, ideológicos y abstractos que culminaron en El conformista (1970), Bernardo Bertolucci haya desembocado en El último tango en París (1972), una obra nihilista donde la política ni la esperanza existen y donde el coito es la literal única salida de Paul (Marlon Brando).

Por esa época Bertolucci dijo que el sexo "era una nueva clase de lenguaje", pero también afirmó que "mientras más revolucionaria era la película, menos público tendría". En ese sentido lo poseía un hedonismo y un apetito carnal que jamás ostentó, por ejemplo, Jean-Luc Godard (1930), otro de sus maestros. Por eso también, era predecible que terminara trabajando con actores estadounidenses y grandes presupuestos.

El hijo del poeta

Bernardo Bertolucci era el mayor en una familia de buen pasar económico en Parma (norte de Italia). Primero aprendió con su padre, el destacado poeta Attilio Bertolucci (1911-2000) e incluso fue premiado por un libro de poesías a los 20 años. Pero en esa época conoció al cineasta Pier Paolo Pasolini , quien en la práctica se transformaría en su segundo padre intelectual. Fue asistente de dirección en su filme Accattone (1961) y su debut en el largometraje, La commare secca (1962), era la adaptación de un escrito de Pasolini. Tenía apenas 21 años, prueba de una precocidad envidiable.

Dos años después realizó Antes de la revolución (1964), una adaptación de La cartuja de Parma de Stendhal con que quedó en el Festival de Cannes. La película exhibía los conflictos entre las inclinaciones marxistas y la educación conservadora de un estudiante de Parma. En 1968 utilizó como fuente El doble de Fedor Dostoievski para su cinta Partner, que abordaba la vida de un grupo de estudiantes militantes en la Roma de 1968. Y en 1970 fue más lejos al darle forma cinematográfica al relato Tema del traidor y del héroe de Jorge Luis Borges en su filme La estrategia de la araña.

En 1971 fue nominado al Oscar al Mejor Guión por El conformista (1970) y de alguna manera entró al radar de Hollywood. La película, que este año se estrenó en Chile tras ser objeto de la censura en el régimen militar, es la historia de un funcionario fascista de Mussolini que en los años 30 se dirige a matar a su viejo profesor marxista. Basada en una novela de Alberto Moravia, El conformista creó un estilo visual inconfundible gracias al trabajo fotográfico de Vittorio Storaro, colaborador de varias de sus siguientes producciones.

Hasta el día de hoy esta película, al menos en términos estéticos, es considerada una fuerte influencia en el Nuevo Cine Americano. Así, al menos, lo recordaba Paul Schrader (guionista de Taxi Driver y realizador de Gigoló americano) en su visita a Chile hace dos años.

Bertolucci internacional

El éxito (y el escándalo) de El último tango en París le permitió pedir lo que quisiera a los grandes estudios de Hollywood. Así fue como contó con Robert De Niro, Burt Lancaster y Donald Sutherland en Novecento (1976), ambiciosa producción histórica que hacía correr la vida de dos amigos de diferentes estratos sociales (el hijo de un campesino y el de un patrón de hacienda) paralelamente a la historia de Italia en el siglo XX, incluyendo el auge y caída del fascismo. El filme, que también contaba con Gérard Dépardieu, Stefania Sandrelli y Dominique Sanda, duraba originalmente cinco horas y 17 minutos. Paramount pidió un corte y Bertolucci la dejó a regañadientes en cuatro horas. Fue un fracaso.

Pareció que el precoz genio del cine italiano se hundía en su megalomanía y sus siguientes largometrajes, La luna (1979) y La tragedia de un hombre ridículo (1981), lucen como ejercicios a media luz en comparación con los arrebatos de los años 70. En ese momento el volcán hizo erupción otra vez y llegó El último emperador (1987), un raro caso de filme intelectual bendecido por Hollywood: ganó las nueve categorías Oscar a las que postuló. El filme, con música de Ryuichi Sakamoto y David Byrne, contaba otra tragedia de un hombre ridículo. Era la del emperador Pu Yi (John Lone), último vástago de la dinastía Qing en la China imperial, encarcelado por las fuerzas revolucionarias en 1950 y reconvertido en jardinero en el ocaso de su vida.

A este largometraje le siguieron dos más en su "trilogía oriental": Refugio para el amor (1990), basado en la novela de Paul Bowles, y Pequeño Buda (1993). El primero recreaba el viaje de una pareja de estadounidenses al borde de la separación por el norte de Africa, mientras que el segundo era la extraña fábula de un niño de Seattle que podía ser la reencarnación de un antiguo maestro budista.

Los últimos 20 años de vida de Bertolucci no fueron, probablemente, tan productivos como él lo hubiera deseado. Tal vez estaba exhausto. El titánico creador descansaba de una vida arriesgada y encontró algo de genio en filmes como el pequeño Besieged (1998), sobre un amor imposible entre un pianista inglés y la esposa de un activista africano. También vino su ajuste de cuentas con su juventud de burgués revolucionario a través de Los soñadores (2003), ambientada en mayo del 68. Actuaban Eva Green y Louis Garrel y una vez más, a modo de eterno retorno, el sexo y la política jugaron para el mismo equipo.