En los últimos años, la Guerra del Pacífico ha pasado a convertirse en un asunto bien explotado por escritores chilenos y extranjeros. Y aunque los dos mejores libros que han tratado el tema no son obras de ficción (Guerreros civilizadores, de la historiadora peruana Carmen McEvoy; Un veterano de tres guerras, las memorias del soldado José Miguel Varela), el conflicto con Perú y Bolivia ha alentado una valiosa recreación literaria de las campañas bélicas ocurridas entre 1879 y 1883. El más reciente aporte a la tendencia es El cielo rojo del norte, un conjunto de cuentos de Patricio Jara que, lamentablemente, no será parte de los imprescindibles dedicados a esta trama.
Digo lamentablemente porque Jara es dueño de una prosa correcta, correctísima a veces, afirmación que por supuesto no equivale a decir deslumbrante, pero que sí ubica su escritura por sobre una medianía bastante generalizada. Sin embargo, no basta con expresarse bien, en especial tratándose de historias cortas: muchas veces lo que Jara entiende por cuento no pasa de ser una estampa o un trozo de crónica, algo que, por más vueltas conceptuales que uno pudiese darle al asunto, no cumple con las expectativas del género. Antes de llegar a la mitad de El cielo rojo del norte, el lector suspicaz puede comenzar a incubar una sospecha, vaga al principio, más contundente a medida que avanza en la lectura: ¿qué es lo que en realidad se está leyendo?
La sospecha queda esclarecida en una nota del autor al final del volumen, por medio de palabras que, de haber sido expresadas al principio, tal vez no hubiesen generado suspicacias e incluso habrían ayudado a entender mejor el formato del libro. Allí, entre otras cosas, Jara dice que "estos relatos fueron escritos durante los últimos dieciocho años" y que con el tiempo mutaron "hasta transformarse en proyectos más grandes" (persiste aún la duda: ¿más grandes en relación a qué?). Luego, informa que varias narraciones constituyen homenajes "a autores que considero parte de mi formación", sentimiento que lo condujo a la reescritura de un par de cuentos queridos, y que, de modo consciente o inconsciente, pudo estimular las prevenciones del lector suspicaz ya mencionado.
Pese a estar nominalmente enlazadas bajo un mismo tema, la Guerra del Pacífico, las piezas de este libro no alcanzan a formar la unidad de un conjunto valioso. Hay textos que definitivamente debieron haber quedado fuera de la selección, pero, claro, según puede deducirse de la nota del autor, éstos tendrían para él un valor sentimental que los hace irrechazables. Lamentablemente, vuelvo a decir, el hecho de que un escritor piense que el lector ha de compartir su sentimentalismo es de una ingenuidad devastadora.
En cuanto a estampas o breves episodios de interés, el libro ofrece material fragmentado de un indudable valor anecdótico y evocativo. Y es precisamente en esos breves instantes cuando la prosa de Jara brilla con mayor intensidad. Los aterradores mejunjes aplicados por los dentistas de la época pueden producir escalofríos hasta en los más recios lectores, pues se trata de "recetas con pólvora, sangre de vizcacha mezclada con arena cocida y hasta la propia orina como enjuagues preventivos"; lo mismo puede decirse de la macabra experiencia de una tropa bañándose feliz de la vida "en un caldo de muertos".
Conmovedora llega a ser la recreación de los últimos momentos de vida del sargento Aldea en un roñoso hospital de Iquique, así como inquietante es la presencia de tres sombras indefinidas ante un soldado extraviado en la inmensidad de la pampa: "A medida que se acercan, las figuras van definiéndose. Tres jotes pueden ser una buena y una mala noticia, piensa él. Una buena porque han de venir de alguna parte no muy lejana. Una mala porque su llegada es el llamado de la naturaleza que no admite equivocaciones: los pajarracos saben, están seguros de lo que ocurrirá". Pero un libro de cuentos necesita de más fortalezas narrativas que una prosa correcta y algunos acontecimientos atractivos, dispersos por aquí y por allá entre las arenas del desierto.