Aniceto Hevia cruza la cordillera de los Andes. Va rumbo a Chile. A ratos nos cuenta a nosotros, lectores y lectoras, la historia de su vida.

"¿Cómo y por qué llegué hasta allí? Por los mismos motivos por los que he llegado a tantas partes. Es una historia larga y, lo que es peor, confusa".

Hijo de ladrón es una novela fundacional: de esos libros que definen el Chile contemporáneo. Su autor, Manuel Rojas, era hijo de inmigrantes y la mayor parte de su vida vivió entre diferentes culturas y países (Argentina, Chile, México y Estados Unidos). Por eso puede que no haya mejor momento para releer Hijo de ladrón que esta semana. Ahora que el gobierno de Sebastián Piñera sacó a Chile del Pacto Migratorio de la ONU (donde se estipula que migrar es un derecho humano), releer la novela de Rojas sirve para refrescar la memoria. Porque, ¿cuántos de nuestros autores y autoras han vivido (y sobrevivido) como inmigrantes, en otros países?

Casi todos y todas. La lista, de hecho, es tan larga como variada. Desde Alberto Blest Gana (hijo de un irlandés), pasando por Gabriela Mistral (vivió en México por mucho tiempo y murió en Nueva York), hasta llegar a Roberto Bolaño (el más mexicano y catalán de los autores chilenos). Y dentro de esa lista, Manuel Rojas y su "hijo de ladrón", que también es "hijo de inmigrante", es clave para entender que la condición migratoria es inseparable de la literatura chilena.

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"La culpa es mía: nunca he podido pensar como pudiera hacerlo un metro, línea tras línea, centímetro tras centímetro, hasta llegar a ciento o a mil", cuenta Aniceto en el primer capítulo de Hijo de ladrón.

Aniceto Hevia es hijo de un delincuente (de ahí el famoso título) y con una voz a la vez clara y memorística se refiere a su infancia y adolescencia. Pero una cosa: Hevia sabe que recordar es traicionar y por eso, de entrada, se disculpa: dice que le cuesta rememorar en orden.

"Y mi memoria no es mucho mejor: salta de un hecho a otro y toma a veces los que aparecen primero, volviendo sobre sus pasos sólo cuando los otros hechos, más perezosos o más densos, empiezan a surgir a su vez desde el fondo de la vida pasada".

La voz de Aniceto es una de las más reconocibles de la literatura chilena. Es cercana, un poco existencial a ratos, barriobajera en otros momentos, tierna, rara vez rabiosa, y humana.

Divida en cuatro secciones, Hijo de ladrón se publicó en 1951. Un año antes Manuel Rojas había ganado una mención en un concurso literario de la Sociedad de Escritores de Chile. Sería la base de lo que, más tarde, y luego de una nueva revisión, se convertiría en Hijo de ladrón. La cual fue su primera novela después de casi una década de silencio literario. Porque cuando Hijo de ladrón se publicó Manuel Rojas ya era un escritor con cierta trayectoria. Tenía dos novelas (Lanchas en la bahía, La Ciudad de los Césares), ensayos (De la Poesía a la Revolución), así como cuentos (incluyendo el ya canónico "El vaso de leche") y muchos artículos periodísticos. Pero le faltaba todavía su gran obra.

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Digamos que Manuel Rojas fue dos veces inmigrante. Primero en Argentina, donde nació en Buenos Aires, el 8 de enero de 1896, de padres chilenos. Su infancia y adolescencia transcurrieron entre esa ciudad, Mendoza y Rosario. Ahí realizó diversos oficios como aprendiz de carpintero, mecánico, electricista, vendimiador y peón del ferrocarril trasandino.

Y luego fue inmigrante en Chile, el país de sus padres, el cual, por mucho tiempo, en el hogar porteño donde creció no era más que un rumor lejano. Hacia 1912 Rojas cruza la cordillera, tal como Aniceto Hevia, y se radica en Chile. Tenía 16 años y ya escribía y hasta había ganado algunos concursos literarios. Son años de esfuerzos y penurias, desempeña variados oficios: pintor, electricista, estibador, cuidador de faluchos en Valparaíso, vendimiador, talabartero, aprendiz de sastre, actor en compañías teatrales, entre otros. Todo eso servirá de material para Hijo de ladrón, novela en donde los personajes buscan circular libremente, saltándose las barreras nacionales.

Aunque no pueden: "(...) cientos de individuos, policías, conductores de trenes, cónsules, capitanes o gobernadores de puerto, patrones, sobrecargos y otros tantos e iguales espantosos seres están aquí, están allá, están en todas partes, impidiendo al ser humano moverse hacia donde quiere y como quiere".

De alguna forma Manuel Rojas era un autor entre países. Lo cual se siente en Hevia, quien busca tanto su futuro como incursiona en su pasado. Porque claro: para saber hacia dónde se va primero hay que saber dónde se está. Y antes de eso de dónde se viene.

"Mis parientes eran seres nómadas, no nómadas esteparios, apacentadores de renos o de asnos, sino nómadas urbanos, errantes de ciudad en ciudad y de república en república".

Puede que eso, de hecho, sea la herida que tanto menciona Aniceto en las páginas de Hijo de ladrón: muchas veces, a lo largo de la novela, el narrador habla de cierta incomodidad. De un sentimiento que le perfora el alma y que finalmente lo lleva a viajar y vagabundear.

"Imagínate que tienes una herida en alguna parte de tu cuerpo, en alguna parte que no puedes ubicar exactamente, y que no puedes ver ni tocar, y supón que esa herida te duele y amenaza abrirse o se abre cuando te olvidas de ella y haces lo que no debes, inclinarte, correr, luchar o reír; apenas lo intentas, la herida surge, su recuerdo primero, su dolor en seguida: aquí estoy, anda despacio".

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Hijo de ladrón no es una novela lineal ni de lectura ágil o fácil. Es una historia que salta en el tiempo, que roba técnicas narrativas de Joyce, Faulkner y Woolf; y la cual, pese a sus ansias vanguardistas, a esa prosa a ratos inundada de comas y como una serpiente que se muerde la cola, se siente cercana gracias a Aniceto. Si bien Hijo de ladrón cuenta una historia fragmentada o desordenada (como la vida misma, por cierto), esta impacta gracias a la calidez de la voz narrativa. Finalmente, como nos dice Hevia, ninguna historia es tan clara. Todos los seres humanos somos un poco complejos. O laberínticos.

"Quién sabe si vivimos siempre, nada más que alrededor de las personas, aún de aquellas que viven con nosotros años y años y a las cuales, debido al trato frecuente o diario y aun nocturno, creemos que llegaremos a conocer íntimamente; de algunas conocemos más, de otras menos, pero sea cual fuere el grado de conocimiento que lleguemos a adquirir, siempre nos daremos cuenta de que reservan algo que es para nosotros impenetrable y que quizá les es imposible entregar".

Las aventuras de Aniceto Hevia, el álter ego de Rojas, han resonado en Chile de distintas maneras. Pero hoy lo hacen por su cuestionamiento a los países y sus fronteras. "Los seres humanos emigramos, tanto antes como ahora, porque somos necesitados, y porque tal vez haya en otras partes una tarea esperándonos y algún otro desconocido con quien entenderse y colaborar", apunta la filósofa Carla Cordua, a partir del ímpetu migrante de la novela, en el prólogo de esta nueva edición.

Así, Tajamar Editores vuelve a reeditar Hijo de ladrón con una gracia más: la portada original de Mauricio Amster, otro de esos personajes que merece un libro de no-ficción. O una serie televisiva que cuente su vida, desde Polonia, pasando por España, hasta inmigrar a Chile, gracias al auspicio de Neruda.

De esa forma, una de las grandes novelas chilenas fue escrita por un autor nacido en Buenos Aires y su portada, una de las portadas más reconocidas de la literatura chilena también, es obra de un polaco. No deja de ser paradójico, así, que detrás de la salida de Chile del Pacto Migratorio de la ONU haya un novelista: Roberto Ampuero. Vale recordar que las novelas del canciller Ampuero están pobladas de personajes que también se mueven libremente por el mundo. Y que él mismo se presenta como un escritor global, alguien que fue migrante en Cuba y Alemania (donde por lo demás estudió gratis y recibió beneficios) y que asimismo participó en el Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa.

En varios momentos de Hijo de ladrón el protagonista cruza países, fronteras y puertos. Aunque hay un problema: Aniceto Hevia es un inmigrante ilegal. No tiene forma de oficializar su condición humana. "No pude, pues, embarcar", cuenta Hevia en un momento de la novela, cuando intenta subirse a un barco. "Carecía de documentos, a pesar de mis piernas y de mis brazos, a pesar de mis pulmones y de mi estómago, a pesar de mi soledad y de mi hambre, parecía no existir para nadie."