En un calendario de papel colgado sobre el mosaico celeste de una cocina en un departamento de Palermo Viejo, corre un año de la década del 90. Hace poco tiempo que estoy en este mundo y comparto un espacio dividido en habitaciones, junto a mis dos hermanas, mi padre y mi madre. Mis hermanas tienen 16 y 17 años y todo el día escuchan música en un volumen que no me daña. Un fin de semana, se agarran fuerte de los pelos contra el placard porque una quiere escuchar música y la otra quiere leer. Se dan a la batalla limpia cuerpo a cuerpo. Yo apenas puedo decir "basta", "no" o "paren" pero, siempre tuve este hilito de voz que me obligó a repetir las cosas más de dos veces. Una no puede modificar el diseño de las cuerdas vocales, si el aire no está ahí, estará en otra parte. "Yo quiero leer", "yo quiero escuchar música" una discusión de intereses profundos da lugar a trompadas que terminan siendo prohibidas por él, mi padre, que no es el de ellas pero es el mío y con la fuerza extra que le otorga la testosterona logra impedir esa violencia. Lo que se oye de fondo, y que al rato suena al máximo porque deciden finalmente repartirse media hora de música y media hora de letras, es el disco El amor después del amor de Fito Páez. Ellas todavía despeinadas pero atentas al estribillo, coinciden: "No quiero nada que nos haga mal, yo creo. Yo creo y con eso basta".
El calendario todavía muestra la década y en la habitación de ellas hay pósters. Son tardes enteras de libertad a los cuatro, cinco, seis años. Fijo la mirada en la cara de esos hombres y mujeres. El Indio Solari, un hombre misterioso al que nunca le vi los ojos. Luca Prodan, en musculosa y con los brazos en alto, tan parecido al Indio al menos para mí. Tanta confusión entre estos dos hombres. Fabiana Cantilo, una chica lacia y fina de piernas largas que se sostiene un vestido azul para que el viento no la desnude del todo. Hay algo en esa pose que me gusta de más, ese límite entre el vestido y la piel recubierta de nylon de media en red. Y ese sombrero de copa, tan de Disney o Cablín y a la vez ajeno, del mundo adulto, de sostener cigarrillos, tazas de café, cervezas amarillas y heladas. Y también está él, Fito Páez, el chico delgado de rulos espesos que caen a un costado y al otro de la cara. Está la tapa de Giros pegada con chinches a la pared, con su mirada vendada por un cielo. En otra estampa, está él abriendo mucho la boca en un concierto y en otra, el desgarbado de musculosa en un baño blanco con un teclado en el suelo, una bacha y un cartel que anuncia que nació en el 63. Cuando mis hermanas no están, me reúno en su habitación con estos hombres y mujeres.
Es un día de semana por la mañana. Mi hermana del medio me enseña a poner un cassete. A darle play. Cuando estoy sola en ese departamento de la calle Armenia puedo escuchar música de gente grande y aprendo, de pe a pa, las letras de Circo Beat. Imagino que abro la boca grande y grito, como si cantar bien fuera solamente abrir la puerta de los dientes y dejar que pase fuerte el aire y rompa todo lo que tenga delante. A los seis años ya tengo cassettes grabados con mis hermanas, que me hacen reportajes y se ríen de mí pero no importa, y canto a viva voz "¡Este es mi jardín, donde vuelan los mares. Este es mi jardín, estate aquí no hay dos iguales!".
Me cuentan: "En los 90 era común que un ingeniero maneje un taxi. Nadie tenía trabajo. Ni los jóvenes ni los adultos porque las empresas las estaban comprando los capitales internacionales. Existía la ley de flexibilización laboral, las indemnizaciones apenas existían, te podían echar de un día para el otro. La gente mayor no podía entrar en ningún lado. A los jóvenes les pedían experiencia y a los que la tenían, los echaban porque conseguían mano de obra más barata. Los jubilados estaban en la calle y había una clase media que abusaba del uno a uno y eso los hacía sentir que pertenecían al mundo. Entonces estaban de acuerdo con el presidente de turno. Creían que no había alternativa por fuera del neoliberalismo. El panorama era desolador. El futuro era un mosquito".
Miramos en la televisión un concierto. Ellas se quedaron sin entradas, entonces las acompaño en la desilusión. Fito Páez toca en el Estadio River Plate. "Es la despedida de la gira de Circo Beat", dice mi hermana mayor. No termino de entender la importancia de la hilación de los elementos despedida-gira-disco, pero veo al chico de rulos ahora con un traje dorado, rodeado de pianos recubiertos de tela símil piel de tigre o de felino. Una mujer rubia que se rompe la garganta, una Claudia Puyó con un traje verde tatuado al cuerpo redondo y hermoso, empiezo a entender lo que es un cuerpo hermoso repitiendo "Nadie puede, nadie debe".
Mi hermana mayor está emocionada. Lo puedo ver, no quiere decir que ya lo pueda asimilar. Vemos el concierto hasta el final, se hace tan tarde para una criatura de mi edad pero no importa. Aunque no alcance del todo la importancia de los hechos, admiro al chico dorado que canta parado, sentado, toca los pianos arriba y abajo como si fuera fácil, salta, corre, abre la boca como en el póster de la habitación. No se detiene un segundo porque la música en vivo es como un pulmón que sube y baja para mantener en pie.
Ahora son los dosmil. Ya no compartimos casa con mis hermanas. La familia estalló igual que la calle. Montañas de gente se hacen un bollo en el frío de la vereda para descansar, igual que los gatos del Jardín Botánico. Pareciera que somos la misma cantidad por las noches, en los departamentos y en la vía pública. Mi mamá atiende pacientes durante la tarde y por la mañana atiende llamadas telefónicas en un call center. Yo cruzo la calle y voy al Wenceslao Posse, colegio donde, por ejemplo, en la actualidad vota Mauricio Macri. No me dejan estar mucho tiempo sola en la calle con amigos y amigas. "Está difícil", repiten los adultos aunque tampoco termino de entender dónde está la dificultad. Parece que se tratara de un estado general que lo tomó todo. Vuelvo al departamento de dos ambientes, con el sillón que se hace cama para mi mamá, y miro la televisión. Un videoclip me trae de vuelta al chico de rulos espesos, piano y voz especial. Las imágenes son riñas de colegialas en la calle, adultos y adultas, también hay besos de lengua entre personas inesperadas. "Hay mucha rabia suelta, y angustia, y mucha mucha desesperación". Entiendo que esta canción es una violencia armónica y fundante. Me da algunas pistas para aprender el 2001.
Me cuenta mi hermana: "Había ganado la Alianza: el Frepaso junto a los radicales. El Frepaso le hacía el contrapeso al presidente neoliberal de turno y a último momento hicieron conjunto con los radicales. Una salía a defender ese nuevo gobierno. En algo había que confiar. Pero la Alianza no cuestionaba el sistema económico, entonces el cambio no era sustancial. El ministro de economía anterior asume a este nuevo régimen, parecía el colmo. El canto era "piquete y cacerola, la lucha es una sola", se unifica la causa de los piqueteros y el resto del pueblo. Yo estaba siguiendo las noticias por la radio y mientras golpeabamos las cacerolas, anunciaron el toque de queda. La reacción espontánea fue salir a la calle. Empezamos a ir a Plaza de Mayo. Éramos una catarata. La policía reprimió. Hubo muertos. Eran corridas, atravesar caballos con policía que los cabalgaba como en un western donde los malos éramos nosotros. Me recuerdo escapando constantemente. Un auto se paró delante mío. Se bajaron tres tipos con armas y seguí corriendo. En mi vida había visto gente de civil armada. Pensé que iba a morir ahí. Hay un video famoso, quizás lo viste. Un chino llora frente a unas cámaras de televisión porque le están saqueando el supermercado".
En el 2003 asume Néstor Kirchner después de un desfile de cinco presidentes en semanas.
2004 y empiezo a ser sola. En esa autonomía encuentro y pego mis propios pósters de bandas de rocanrol. Por supuesto que también sigo las novedades en piano de Fito Paéz, Charly García, Luis Alberto Spinetta, Celeste Carballo, Hilda Lizarazu. Paso tardes enteras en disquerías oyendo, de principio a fin, Rey sol, Perro de playa, Fuego gris, Influencia, en los aparatos que permiten hacerlo gratis. A veces robo algunos billetes de la cartera de mi mamá y me hago de un disco propio, entonces puedo escuchar horas enteras desde mi casa, mi cama, mi balcón, mi tortuga, mi gato. Un reino chico pero un abismo tantas veces. Cierro los ojos y digo que sí.
Empiezo a ir a recitales en vivo. Los oigo muy cerca de los parlantes porque siempre me quedo atrás. Me construyo una personalidad muda y miedosa porque amigos y amigas estuvieron muy cerca de un incendio tóxico en República Cromañón. Me lo contaron y lo vi.
Dejo de escuchar música en vivo. Dejo de rodearme de gente. Me hago un bollo sobre sí, como una bufanda estrecha, y empiezo a hablar sola. Algunas veces puedo escribir, entonces armo un diario de los días.
Termina el día a día en el Normal 1 Roque Sáenz Peña y llega la vida adulta, o un sinónimo, y la música se convierte solamente en algo que escucho de casualidad en la radio de un colectivo, de un taxi o de un auto particular. Se ve que estoy ocupada en otras cosas. Una mañana que viajo a una entrevista laboral para mi primer puesto de telemarketer en un broker de seguros oigo "sos tan hermosa que jamás vas a dejar de brillar así, aquí o allá, aquí o allá" en la FM del chofer del 168. Un poco me desarmo por el recuerdo de mis hermanas, de los pósters, de los rulos, la canción, los recitales, el fanatismo, la alegría al borde del llanto, que es tristeza pero también es ganas de salir a correr durante horas hacia la nada pero hacia adelante. Me bajo del colectivo. Me prometo buscar esa canción en Grooveshark, la plataforma que nos da la música gratis en ese entonces.
Consigo el trabajo de Telemarketer y soy buena. Vendo seguros de ART. Con mi primer sueldo me compro una bicicleta.
Entro a la facultad. No me termina de gustar del todo. Pierdo personalidad, gano carga horaria. Empiezo un taller de escritura. Me digo: va por acá. Hay una ansiedad desmedida. Llevo textos largos, cortos, medianos. Estoy aprendiendo a generar un interlocutor, un otro. Intentando desentrañar este bollo en que me convertí, que no deja entrar ni salir nada. Encuentro una manera. Reúno cuentos que diseñé en ese afán de diálogo. Pasa el tiempo así, con un entusiasmo voraz. Se convierte en libro.
2007. Asume Cristina Fernandez de Kirchner.
2010. Muere Néstor Kirchner.
Unos años. Internet. La tecnología nos traga a bocados. Somos un dibujo animado. Una luz de color que atraviesa cables de módems inalámbricos con una velocidad de meteorito. Cada vez nos parecemos más a eso que desconocemos: el espacio exterior. La ciencia ficción como género empieza a perder en sorpresa y a ganar en veracidad, en realismo, en cotidianidad. El chico de rulos se pone en contacto conmigo. Pasaron los años, crecimos los dos. Somos distintos. Leyó mis cuentos, le gustaron. Leo su novela. También me gusta. Nos hacemos amigos.
2015. Asume Mauricio Macri.
Fito me escribe por Whatsapp. Me invita a presentar Los días de Kirchner, su nueva novela editada por Planeta. Le digo que sí como un acto inconsciente, mecánico. Hablar en público no es mi remera, entonces escribo:
Como el amor de los cuerpos, como el amor de un proyecto político que se desvaneció con un infarto de miocardio, como el amor por la concreción de ese proyecto de escritura. Asistimos al nacimiento de una novela que narra con la fuerza de una música que conocemos y nos embriaga, pero que también sangra y muere. Ese es el ritual.
Fito me agradece, es en carne y hueso. No puedo evitar unirlo a mi imaginario de póster de boca abierta que canta, de garganta y venas hinchadas. De estrella de la infancia. Esto nunca se lo digo. La mayoría de las cosas nunca las logro decir. Admiro el en vivo porque no lo llego a tocar.
A punto de terminar un segundo libro que reúne cuentos, se lo envío al hombre de rulos y me promete una lectura. Me devuelve una mirada especial, con oraciones potentes, ideas, consejos sobre extracción de toda una parte del final. Pienso "tiene razón", le hago caso. Ahora le confieso que el libro no tiene nombre. Me aconseja comprar o pedir prestado un globo terráqueo y hacerlo girar hasta que caiga, azarosamente, en un país extraño y lejano que lleve un nombre que me guste. "Ese podría ser el nombre del libro, Camila".
2018. El futuro es otra vez un mosquito. El neoliberalismo avanza en Argentina y en el resto del mundo. Las calles de Buenos Aires se convierten otra vez en escenarios de perpetua protesta y reclamo. No entendemos bien.
Con mi amigo Manu vamos a ver a Fito tocar a un ensayo por Zona Norte. Es un viernes de calor y humedad, todavía no es verano. Cuando llego al lugar, encuentro a chicos y chicas fumando en banquitos y bebiendo en vasos de vidrio una cerveza artesanal. "Es muy rica, ¿no querés?". Otra vez, mi amiga la timidez. La eterna costumbre del estar hacia adentro. En una habitación refrigerada y colorida está la banda tocando fuerte y claro, extendiendo las canciones para que nosotros vibremos a la par. Algunos bailan sentados, como pueden, otras tararean y sacan fotos. Filman videos, hacen historias de instagram. Piden "otra" y los músicos sonríen. Están desde el mediodía trabajando para una fecha cercana en el Gran Rex. Vienen de viajar y vuelven a viajar pronto. Están cansados y alegres, también ansiosos, un estado natural que se deja ver en la mirada y en la forma de sostener conversaciones y cigarrillos de los músicos y músicas. Llegando al fin, tocan "El diablo de tu corazón" y se siente un estallido en el ambiente, de los músicos y nuestro, como un deseo desbocado de cantarle a la actualidad, a la TV, al dolor que no nombramos pero es un enchastre compartido. Esta canción es un himno de la descarga. "Vayamos juntos a patear el sol".
Cuando todo termina salimos a un patio plagado de plantas de jazmín. Con mi amigo Manu conversamos sobre nuestra infancia, casualmente, sobre los pósters de ídolas e ídolos de nuestras madres, padres. Le digo que en mi caso fueron mis hermanas las que me dieron la música. Le cuento en detalle sobre el póster de Fito cantando a viva voz como un velocista, sin fin y hacia adelante. Sonreímos. Somos camaradas de generación.
Es Fito quien viene un rato después y nos abraza con cariño. "Si tuviera la edad de ustedes" y yo pienso que no hay edad, que mi actitud es más parecida a la edad de él y la suya a la edad mía. Que es solo una contingencia del cuerpo y de la línea del tiempo en que nacimos. Hablamos de Charly. Le preguntamos cómo es, y aquí regresa la ciencia ficción al relato "Ahí está", nos dice. "Es". Nos cuesta imaginarlo. Lo mismo que nos pasaba con Fito, solo que ahora conversamos, discutimos el clima, la actualidad política, el panorama mundial, la cantidad de cigarrillos que hay que fumar para cantar, la lluvia y la inspiración. Ah... eso. Sobre todo la inspiración. Volvemos a hablar de Charly, parece imposible en este universo evadir el tema. "¿Le inspirará la lluvia?", le pregunto. Y me responde: "Todo lo inspira. No conoce otro estado que no sea ese". Sonrío. Tengo esa costumbre de dejar algunas frases haciendo eco como si viviera dentro de una cámara anecoica. Todo a mi alrededor desaparece porque esa frase hizo mella. "Todo es inspiración", dice Fito y se prende otro cigarrillo.
Todo es inspiración.
Somos pasado y presente, quizás también futuro. Mi amigo Manu, otros amigos y amigas, Fito en camiseta y zapatillas y el verano que se acerca furioso en un país que está en crisis. Somos personas charlando de eso que hablan las personas y cada tanto, echamos luz sobre algo que nos deja pensando un rato. Entonces hacemos silencio.
Cuando llego a mi casa, bien pasada la medianoche, le cuento a mis hermanas de mi día. Me sonríen en formato emoji. Yo les respondo igual. Tenemos treinta, cuarenta años. Les propongo juntarnos a escuchar discos. Me responden que es una gran gran idea. Nos mandamos audios de Whatsapp con estribillos. Mi hermana mayor, en un tono muy agudo, promete: "Giiiiiros, todo da vuelta como una gran pelota".