Era una obra esperada. No sólo porque de por sí La canción de la tierra es una de las grandes creaciones de Gustav Mahler, sino porque esta vez se replicaba la propuesta escénico-musical que debutó con éxito el año pasado en Estados Unidos.

Tras su estreno en el Walt Disney Concert Hall, a cargo de la Filarmónica de los Angeles dirigida por Gustavo Dudamel, la iniciativa arribó, en el marco del Festival Santiago a Mil, al Teatro Universidad de Chile en manos de la Sinfónica de Chile, la batuta de Paolo Bortolameolli, las voces de Evelyn Ramírez y Javier Weibel y la idea de Teatrocinema. Y lo hizo con una versión de calidad en todo sentido.

Basada en poemas chinos del siglo VIII y adaptados por Hans Bethge en su volumen La flauta china, La canción de la Tierra –a la que Mahler  se refería como una sinfonía- trae a colación seis lieder que sondean, entre otros, la vida, la muerte y la naturaleza,  y que el compositor rodeó de conflictos, dolor y amarga renuncia, simbolizados por una gran orquesta que deambula por formas camerísticas y desbordante sonoridad; por dos culturas –a través de elementos chinos y de ritmos vieneses- , y por voces extrovertidas e íntimas.

Un universo lóbrego al que debió enfrentar Teatrocinema. Y salió airoso. Con los cantantes tras el telón –que bien se acoplan en el juego-, el grupo se aventura en momentos con el texto literal –por ejemplo, una copa para el Canto báquico del dolor de la tierra o un jarrón chino-, pero también se mueve por lo onírico, utiliza imágenes cinematográficas y abstractas para un viaje de dolor, son lúdicos en dos de las canciones (De la Juventud y De la belleza, los únicos respiros del ciclo), y traen al propio autor como mascarón de proa. Sin embargo, cabe preguntarse si es necesario escenificar una obra que por sí sola lo dice todo.  Pero sí. Es un aporte si se le toma por el lado de "alivianar" una pieza sombría para los no tan conocedores de ella y de Mahler en general, pero también es una suma no distractiva como propuesta, que permite reconocer someramente el trabajo de la compañía.

Pero indudablemente las páginas mahlerianas siguen siendo las que lo dice todo; las que subrayan una nebulosa atmósfera. Y las que Paolo Bortolameolli entendió inteligentemente, cuya batuta fue sólida y cuidadosa. El director plagó de expresividad la sala; recreó sus diferentes climas –oscuridad, soledad, lirismo, sensualidad, aparente alegría-; extrajo riquezas tímbricas, y exploró colores. Su lectura, bien secundada por la Sinfónica, fue equilibrada, sin ostentosidades desmesuradas, pero sí diferenciada de sus suaves contrapartes, y atenta a los cantantes.
Por su lado, la intensidad de las palabras encontró convincentes parejas en el barítono Javier Weibel y la mezzo Evelyn Ramírez. El encaró con adecuados matices las diferencias de carácter y requisitos vocales de sus tres lieder y compitió certeramente con la enrabiada orquesta a la que su partitura lo enfrenta.  Ella, con conocimiento de causa, proyectó el texto con calidez, profundidad y acomodo, entregando instantes de gran belleza lírica.