"La cultura", dice Fisher en uno de sus textos, "y el análisis de la cultura, son valiosos en tanto nos permiten escapar de nosotros mismos". A pesar de que la depresión que lo torturaba desde temprano lo llevó a quitarse la vida el año 2017 —su ensayo Bueno para nada es un paseo por su infierno personal—, los textos de Los fantasmas de mi vida parecen ser un vertiginoso viaje por nuestra época y una proyección a ratos escalofriante de su propia tormenta interna. La lucha personal contra la depresión y un intento de desmontarla como un fenómeno puramente clínico. La depresión, entonces, como el síntoma de una época desquiciada que se sostiene en la precariedad laboral y la lenta cancelación del futuro, donde todo lo sólido se desvanece en el aire a velocidad anfetaminada.
Pero habría que partir contextualizando el trabajo y la escritura de Fisher como parte de ese grupo anómalo y genial que fue el Cybernetic Culture Research Unit (CCRU). Alojados en el departamento de filosofía de la Universidad de Warwick, se dedicaron a la creación de híbridos teóricos que mezclaban lecturas serias de filosofía con los mitos de Lovecraft y la weird fiction. Híbridos que borroneaban fronteras e intentaban desestabilizar las formas tradicionales de afrontar un texto, hipotetizano en torno a la guerra lemuriana del tiempo o la superioridad de los Mitos de Cthulu por sobre el Pierre Menard de Borges.
Y está, cómo no, la escuela de la crítica musical inglesa. Para quienes hayan leído a su contemporáneo, Simon Reynolds, la New Musical Express (NME) aparece como una figura gravitante en su modo de abordar la escritura crítica. "Es difícil de creer hoy, pero la NME, junto con la televisión pública, constituía un tipo de educación suplementaria e informal, en la que la teoría adquiría un glamour extraño y lustroso" anota Fisher en el ensayo que abre el libro.
A diferencia de Realismo capitalista: ¿no hay alternativa? (Caja Negra, 2016), los ensayos recopilados en este volumen llevan su método heterodoxo al campo de la industria cultural, moviéndose con soltura entre el cine de Cronenberg y los discos de Drake y Kanye West, por mencionar algunos. La frescura de la escritura de Fisher reside en la multiplicidad de objetos susceptibles de ser sometidos a su mirada crítica. Con Jameson, Derrida y Bifo como autores de cabeceras, Fisher observa la desaparición del futuro y la fractura del tiempo como correlatos del capitalismo posfordista: "¿Por qué debería resonar hoy el crepitar?", se pregunta en un ensayo sobre el disco Miniatures de Ahser. "Lo primero que podemos decir es que el crepitar expone una patología temporal: vuelve audible el tiempo 'fuera de quicio'. Invoca el pasado al mismo tiempo que marca nuestra distancia con él; destruye la ilusión de que estamos co-presentes con lo que escuchamos al recordarnos que estamos escuchando una grabación. El crepitar del vinilo evoca hoy todo un régimen de materialidad que ha desaparecido".
Nada más ingenuo y ridículo que mirar lo pop de forma higienizada y pospolítica. Así, en un ensayo sobre The Jam puede darse el lujo de partir con este mazazo: "el periodista político y escritor Owen Jones está en lo cierto al postular la necesidad de un populismo de izquierda: limitarnos a combatir de manera reactiva una agenda establecida por la derecha nos mantendrá en desventaja por siempre. Tener los mejores argumentos es solo una parte de la batalla; si hay algo que la derecha entendió —incluso esta degenerada, incompetente y apenas funcional derecha— es el poder encantador de repetir un simple mensaje hasta el cansancio: la política como reprogramación neurolingüística". De este modo, la crítica cultural se vuelve una crítica situada, que encuentra en el relato neoliberal no sólo un enemigo conceptual sino material, factual y a la vista: la desaparición de las condiciones de producción que permitieron el acceso a la cultura a la clase obrera inglesa.
Habría que entender su interés por una lectura política de la depresión en este mismo sentido. Contra el relato clínico que sitúa sus orígenes en un desajuste químico, como un problema —entonces— puramente individual, Fisher intenta situarla materialmente en el contexto de creciente desestabilidad que se produce en el capitalismo tardío. De ahí la reivindicación del resentimiento de clase como un modo de salir de esa catatonia producida por el exceso de bilis negra. De ahí, también, que sus descripciones sobre la depresión en su ensayo sobre Joy Division produzcan cierto escozor pornográfico: "El depresivo se experimenta a sí mismo aislado del mundo de la vida, de modo que su helada vida interior —o muerte interior— sobrepasa todo; al mismo tiempo, se experimenta a sí mismo como una oquedad, completamente despojado, una cáscara".
La descripción del aislamiento glacial de la música de los de Manchester parece un riguroso fresco de su propio spleen. Varios de los textos parecen ser el anuncio temprano de su decisión final. "Este sí es una nota suicida", escribe Pablo Schanton en el prólogo. Y sí: es casi inevitable no leer cada texto como afilada carta de despedida. Una carta-bomba que busca clavar sus esquirlas en todas partes y obligarnos a pensar desde ese dolor en el mundo que tanto temimos, pero secretamente deseamos mantener intacto.
Sí. Los fantasmas de mi vida es una nota suicida. Pero también un manual de instrucciones para dinamitar algunas cosas.