Cuando era adolescente, lo que yo quería ver eran cintas de adultos. Intentaba colarme. Eran para mayores de 14, de 18 y hasta de 21. Ese era el cine serio (las películas de verdad) y ahí pasaban cosas. Supongo que era generacionalmente aspiracional: quería ser adulto. Este cine venía de todas partes del mundo y a veces era de autor. Ahí estaban las comedias sofisticadas, los thrillers, los policiales, los dramas existenciales, todo lo que aparecía en las revistas de cine. A veces había cine de adulto protagonizado por adolescentes: Gente como uno, Gallipoli, Cuenta conmigo. No era el tema de la edad, entendí en esa época, era la mirada. Desde el momento en que las películas con adolescentes pasaban a rozar o explorar el tema de la muerte automáticamente dejaban de ser teen y se convertían en drama y, de paso, en cine de adulto. Estas películas eran las con Oscars, palmas, osos. Era un cine con actores entre 28 y 55 años, y que me explicaban cómo vivían los mayores o, más importante aún, cómo se podía vivir.
Hoy la cosa, al parecer, ha cambiado algo. Casi todo es teen. Lo que está menos claro es dónde están las cintas de adultos y los actores adultos. Las mejores películas de adulto ya casi no estrenan en los cines y están en vías de extinción. Hollywood antes sabía hacerlas. La nueva industria ya no las hace y no las premia cuando las hace (casi todas en Netflix: las estupendas Vida privada y La tierra de los hábitos constantes, ambas dirigidas por mujeres) pero no vengo aquí a quejarme. Manhattan y todas las cintas de Woody Allen son de adultos. Almodóvar hacía y hace cintas de adultos. Sebastián Lelio pasó de hacer una cinta teen sobre despertar sexual (Navidad) a explorar el deseo entre adultos (Gloria, Una mujer fantástica, Disobedience). Hoy los adultos ven series: algunas creadas para ellos (La casa de la flores) y otras (Sex Education, La casa de papel) para gente menor.
Esperando ansioso el estreno de La mula, la nueva (¿o la última?) de Clint Eastwood, se me ocurrió que acaso lo que ha pasado es algo curioso: ha surgido un género que antes muchos evitaban: el cine de la tercera edad. Los 80s son claramente los nuevos 60s. O, para precisar, los nuevos 40s. Los actores mayores de 70 que están arrasando están cosechando triunfos que los eludieron cuando ingresaron al lado incorrecto de los 40. Hasta hace poco, y durante décadas y décadas, los mayores eran relegados al margen. Enseñaban o molestaban. Sylvester Stallone en Creed, Burguess Meredith en las Rocky. Michael Caine era Alfred, no Bruce Wayne. Los de la tercera-edad eran abuelas o vecinos. No sé cuándo comenzó esto pero veo una tendencia: no sólo actores mayores trabajando y reconfigurando lo que implica ser "mayor" sino manipulando y encauzando la narrativa hacia su lado: es el punto de vista lo que más ha cambiado y capaz que ahí es donde Clint Eastwood merece aún otro aplauso. Eastwood, por un lado, se negó a envejecer y, al mismo tiempo, envejeció al nivel de rozar lo senil. Pero a su manera. Make my day. Fue galán en Los puentes de Madison y siguió de héroe de acción hasta ahora. Gran Torino remixeó a tal nivel la fórmula del Karate Kid que puso al anciano al centro y dejó al chico al margen.
Recuerdo el afiche de una cinta claramente de adultos a la que pude acceder en un rotativo del centro: El jinete eléctrico de Sydney Pollack. Recuerdo el afiche: un hombre de espalda tiene a un mujer colgada desde sus hombros. Solo decía: Redford. Fonda. Nada más. Dos estrellas. Siguen siéndolo y han pavimentado el camino de esta nueva ola. O de algo quizás más interesante: la revelación (por fin) de que con la edad, la madurez ni la sabiduría ni la calma no necesariamente llegan. No todo resulta. Y la soledad puede golpear peor que a un chico sensible de 17. Netflix entiende a su público y si bien parece muy orientado a los adolescentes, está realmente apostando por los adultos-mayores. Redford y Fonda se unieron para llevar la novela de Kent Haruf, Nosotros en la noche, a la pantalla y el resultado es portentoso. Jane Fonda no para de tener éxitos comerciales después de los 70. Su serie, Grace y Frankie, con Lily Tomlin, no sólo indaga en verdades que jamás hubieran tocado las chicas de Los años dorados sino que ambas actrices promedian 20 años más que las cuatro protagonistas de la célebre sitcom ochentera. Hoy colocar a alguien de 60 viviendo sus descuentos parece poco creíble. Los años dorados era cómica pero se preocupaba de esquivar la muerte. Fonda se unió con Diane Keaton y Candice Bergen para leer 50 sombras de Grey en Book Club: cuando ellas quieren, una de las comedias más simpáticas y llenas de verdad que batió la taquilla. Redford, con 83 años, protagoniza Un ladrón con estilo, a punto de estrenarse, y de más está decir que le sobra estilo y lo mejor es su romance y cortejo con Sissy Spacek de 70.
Anoche, viendo la serie El método Kominsky, Alan Arkin, de 85 años y recientemente viudo, mira por la televisión ese clásico-teen que es Cocoon mientras habla con su único amigo, un actor fracasado pero buen profesor, interpretado por el indispensable Michael Douglas, con esa libertad que esparció Jeff Bridges cuando dejó de ser guapo y se transformó en un galán de verdad. En esta nueva serie de Netflix, la edad es el tema y la amistad entre hombres. La vejez ya no es como antes, le comenta mirando a los ancianos dejar la tierra con extraterrestres para ahorrarse las complicaciones de morir. Todas estas narraciones parecen ser acerca de la vejez pero al asumir el final, pueden darse el lujo de explorar nuevos comienzos y hacerse cargo de temas que aquellos más jóvenes no pueden o no saben enfrentar. Quizás por eso, ahora, tanto tiempo después, sigo prefiriendo ver cintas de adultos. De los "nuevos adultos". De los adultos mayores. Son esas cintas las que me están hablando de cómo se vive ahora y, por sobre todo, me están explicando lo que me va a tocar vivir.