El video promocional esparcido como plaga en redes sociales prometía un festival musical en una isla remota que "una vez fue propiedad de Pablo Escobar", con modelos e influencers en bikini jugueteando en arenas blancas y aguas turquesas captadas mediante esa nitidez histérica de las filmaciones HD, corte, secuencias de música en vivo al aire libre, corte, aviones privados, motos de agua, buceo y el protagonismo permanente de esas mujeres de ensueño mientras se ofrece "la mejor comida, arte, música y aventura". El mensaje final remarcaba que Fyre festival, evento programado para un par de fines de semana entre abril y mayo de 2017 en Bahamas con un cartel nada gourmet encabezado por Major Lazer y Blink 182, tenía cupos limitados, boletos carísimos entre 500 y 1500 dólares y paquetes VIP de 12 mil dólares para disfrutar de domos ecológicos, comidas a cargo de célebres chefs y la promesa tácita de que esas chicas estarían al alcance en un evento que pretendía convertirse en el Woodstock de esta era.
Tras un posteo de Kendall Jenner, ganadora de un cuarto de millón de dólares por el aviso (avalados en sus 102 millones de seguidores en Instagram), el 95% de las entradas se despachó en 48 horas. Hoy la integrante de la familia Kardashian y otras de las maniquíes involucradas son requeridas por la justicia para explicar su parte en una experiencia que efectivamente fue única pero por todas las razones equivocadas. Fyre festival resultó un completo infierno, una estafa de proporciones y un cachetazo al orgullo hedonista y vacuo masificado por las RRSS. Pavonearse puede costar carísimo y esa es una de las lecciones de este documental disponible en Netflix.
En esta historia hay dos villanos asociados liderando el evento: el empresario Billy McFarland y el rapero Ja Rule. El primero es un joven encantador de serpientes capaz de venderte el puente de Brooklyn con expresión bobalicona y alegre, mientras el segundo lleva por combustible la fanfarronería propia del hip hop cromado con fajos de billetes para abanicarse.
Los hábitos de docureality omnipresentes en el mundo de los espectáculos -hasta la reunión más insignificante se filma- nos da acceso a un relato similar a esos programas de catástrofes aéreas. Cada secuencia hilvana un paso al precipicio de una idea igualmente descabellada -el festival como excusa para introducir una aplicación que ficharía artistas top sin intermediarios- planificada en reuniones donde el alcohol corría a destajo entre gente engrupida e inexperta.
Fyre: La fiesta más exclusiva que nunca sucedió consigue un efecto curioso. A excepción de una humilde mujer oriunda de la isla que perdió sus ahorros dando de comer a los trabajadores locales impagos del evento, aquí es imposible empatizar con las víctimas, una partida de chicos acomodados -zorrones en buen chileno- que pierde toda compostura cuando experimentan un espectáculo absurdo sin artistas ni rastros del lujo prometido. El refinamiento del público exclusivo dura lo que los asistentes tardan en comprender la situación a la deriva. Los modales pronto se van al carajo buscando refugio y comida. En un sitio donde el dinero no valía nada porque no había nada para comprar, sólo quedaba sobrevivir mientras la dignidad se desvanecía tal como el festival.