"Pasan tantas cosas en una película de las que la gente nunca se enterará", reflexiona David Lynch. Lo hace al recordar una conversación con el actor Jack Nance, protagonista de su primer filme Cabeza borradora (1977), con quien seguiría trabajando hasta su muerte algo misteriosa en 1996. "Puedes contar todas las historias que quieras, pero aún no has logrado comunicar cómo fue la experiencia", señala. "Es como contarle a alguien un sueño", agrega.

Algo de esa incomunicabilidad recorre Room to dream (Espacio para soñar), mezcla de biografía y autobiografía, estructurada como capítulos que van alternando las narraciones de Lynch y su coautora, la periodista Kristine McKenna. Ella entrega un informe objetivo, basado en hechos y una amplia investigación, con muchas fuentes y entrevistas sobre un determinado período de la vida del director. Luego Lynch habla del mismo período desde su punto de vista: agrega detalles, a veces rechaza algunas afirmaciones, otras no recuerda los episodios, muchas veces divaga.

Los capítulos del libro, publicado recientemente por Penguin Random House, comienzan con la infancia de Lynch (nacido en 1946) para luego recorrer su vida y obra, incluido su compromiso con la meditación trascendental. Antes de dedicarse al cine, estudió arte y pintura, la que sigue haciendo, con incursiones en la música (electrónica y rock), la escultura, la fotografía, artesanía, etc. Lo central, por cierto, son sus películas innovadoras.

En este punto el relato cuenta del hombre que luchaba por llegar a fin de mes mientras trabajaba en Cabeza borradora, estrenada en 1977.

El éxito del cine de David Lynch resulta inexplicable, siendo un director tan singular, si no contara la suerte: un encuentro casual con el cómico Mel Brooks condujo a El hombre elefante (1980); una disposición contractual permitió que Terciopelo azul (1986) se pudiera hacer no obstante el fracaso de Duna (1984). Twin Peaks (1990) llegó en el momento adecuado.

Algo destacable del libro son las extensas entrevistas: actores como Laura Dern, Kyle MacLachlan o Naomi Watts; el compositor Angelo Badalamenti; el cantante Sting (por su extraño paso por Duna); su musa y alguna vez pareja Isabella Rossellini. Los entrevistados refieren la dedicación al arte de Lynch, que tiene un costo en sus relaciones personales.

A menudo, lo que parece más críptico es simplemente un reflejo de su vida. De niño, cuando jugaba con su hermano se encontraron con una mujer desnuda, desorientada y ensangrentada: "Estaba asustada y golpeada, pero a pesar de que estaba traumatizada, era hermosa", cuenta Lynch; no explica nada más, pero esa mujer reaparece en Terciopelo azul". O el episodio de Twin Peaks: el regreso (2017), en el que un hombre pasa varios minutos barriendo el piso responde al parecer a que al director le gusta mucho barrer.

Es cierto que aparecen algunas confesiones mínimas (como que alguna vez tuvo problemas con el manejo de la ira hasta que solucionó la meditación), pero está lejos de todo ejercicio serio de introspección. En cambio, confía en anécdotas sobre celebridades que resultan de una sorprendente banalidad: la vez que conoció a Elizabeth Taylor y ella lo besó; o al Dalai Lama o a Bob Dylan; cuando Marlon Brando apareció en su casa vestido de mujer; cómo conoció a Fellini gracias a Marcello Mastroianni y cómo más tarde estuvo a su lado poco antes de que muriera.

"Lo que la persona promedio ve como grotesco no es grotesco para mí", dice Lynch en algún momento. Y la productora Raffaella De Laurentiis cuenta que cuando ella tuvo que someterse a una histerectomía, el director le pidió su útero.