Se entiende que en una cartelera como la actual a La mula, el último largometraje de Eastwood, no le cueste demasiado imponer su superioridad. Es una película, con todas sus letras. No un arrebato ingeniosillo como Monsieur y madame Adelman -una historia conyugal intoxicada por el cinismo, la superficialidad y la mirada a veces francamente inmoral de su director- y tampoco un tributo a la corrección política en boga como Green Book, dirigida al parecer por el más correcto de los incorrectos hermanos Farrely. Está también muy lejos del feísmo, la estupidez y la mala fe de La favorita. Es una película. Trata de un anciano que, luego de fracasar en el negocio de las flores, mejora sus condiciones materiales y emocionales de vida transportando droga de un estado a otro en Estados Unidos para una red mexicana de narcos.

La mula es mucho más una película sobre familia -que el protagonista descuidó como padre y como esposo en el pasado- que sobre la vejez, porque de una u otra manera a este personaje le cuesta asumirla. Y queda la sensación de que, si Eastwood la asume en su mirada como director, en realidad lo hace solo hasta por ahí no más. Su protagonista no tiene nada de terminal. Al revés, es un viejo canchero, astuto, más fuerte de lo que parece, que baila con las jovencitas más atractivas de la fiesta o del bar y que, en uno de los moteles de la carretera, no tiene problemas en irse a la cama no con una sino con dos señoritas de la noche. Vaya. Si la vejez es eso, cae de cajón preguntarse entonces dónde está el problema. Es un gran tema el de la vejez del macho, porque pone en aprietos la masculinidad, y está claro que Eastwood a este respecto no tiene la misma crueldad de Philip Roth.

No obstante pecar de reiterativas, bastante más convincentes son las observaciones de la película sobre la familia. Nos emocionan los esfuerzos a veces torpes aunque siempre sinceros de este protagonista por saldar las cuentas pendientes que tiene con su hija, con su mujer, con el resto de los suyos. Le creemos. También nos conmueve su compulsión por arreglar las cosas antes de que sea tarde. El protagonista efectivamente intuye que el tiempo ya no es mucho, desde luego porque la vida no es eterna y porque sabe que la maquinaria policial que va tras sus huellas ya se puso en movimiento.

Algo lejos del pudor de Eastwood en títulos como Los puentes de Madison, Million Dollar Baby o Gran Torino, donde apeló frontalmente al sentimiento, La mula es más melodramática. Esa falta de contención, aunque no arruina el relato, sí lo perturba en dos o tres momentos. No era necesario -por decirlo así- picarla tan fino. Pero el resultado es macizo y contundente. La trama de La mula cierra con imágenes que recuerdan a algunas grandes películas norteamericanas sobre la redención y esa sensación es formidable. Debe ser porque cada día son menos los realizadores que saben desde qué terreno están hablando y en qué consiste hacer una película. En esto Eastwood es un maestro y, a sus 89, no se pierde un instante: lo suyo es el cine clásico.

Uno de los planos más sobrecogedores de La mula corresponde al diálogo final del protagonista con el policía que interpreta Bradley Cooper. Es una secuencia muy bella porque Eastwood (en realidad su personaje, no él, aunque quizás también él) le da consejos al otro. Sobre la familia, sobre la vida, sobre el sentido que tiene todo esto. Nada que no sepamos, pero lo potente es la forma en que Eastwood lo dice, la luz que irradian esas imágenes crepusculares y el interlocutor que tiene al frente, que es otro actor como él y que como él también aspira a calificar de director. Si uno recuerda que era Eastwood quien iba a dirigir la última versión de Nace una estrella, proyecto que a último momento terminó confiándoselo a Cooper (actor que él dirigió antes en una de sus citas más tristes e incomprendidas, El francotirador), no es disparatado leer este emotivo pasaje de La mula como una investidura. Casi como un "yo llego hasta aquí, ahora sigues tú".

Si así fuera, estaríamos frente a una gran secuencia testamentaria. Gloriosa en su inspiración y que comportaría para Bradley una responsabilidad gigantesca. Efectivamente, el legado Eastwood es descomunal.