En menos de un año el escritor argentino Alan Pauls (Premio Herralde de Novela 2003) publicó dos ensayos: Trance en Ampersand y La vida descalzo en Random House. Aunque en estricto rigor el segundo es una reedición de un título que formaba parte de la colección In Situ de Editorial Sudamericana, que hace más de diez años dirigió con destreza Luis Chitarroni. Dicha colección era temática y a la vez una verdadera joya, de este modo María Sonia Cristoff escribió sobre los zoológicos (Desubicados, editado en Chile por Laurel), Edgardo Cozarinsky sobre los cines y María Moreno sobre las plazas. El de Pauls abordaba la playa, pero es mucho más que eso, porque frente a la consigna entregada se fue hacia su infancia, a aquellos veranos en el balneario de Villa Gesell, al sur de la provincia de Buenos Aires.
No es raro que este escritor, perteneciente a la generación de Sergio Chejfec, Daniel Guebel y Sergio Bizzio, eluda o le dé varias vueltas a las consignas; está acostumbrado a eso, porque ve la escritura de novelas y de ensayos como un permanente zigzagueo o "digresión", como precisa en esta entrevista. Para él, no es importante la consigna en el ensayo, en el caso de La vida descalzo la playa es el pretexto, más importante es el tema, y "el tema es lo que el libro hace con el pretexto". Trance no se escapa a esta visión de un género con mucha tradición en Argentina pero que las nuevas generaciones de escritores incursionan poco. Trance es un silabario en cuanto forma, pero también un despliegue de sus lecturas, donde el cine, Roland Barthes y Borges se imponen como grandes influencias.
Al momento de publicar esta entrevista Alan Pauls ya está en Alemania por una beca que le permitirá avanzar y tal vez terminar una novela. Eso lo entusiasma de alguna manera, cosa que no queda tan definida en la charla en un bar del barrio Belgrano, unos días antes de su partida. Y es que tal vez ya estaba pensando las posibles digresiones que su estadía en Europa podrían depararle.
-En estos dos libros que publicaste en menos de un año hay cuestiones en común. Por ejemplo, en La vida descalzo supuestamente el pretexto es la playa, pero terminas hablando de eso y de la infancia, y lo mismo pasa en Trance, donde el pie forzado eran las lecturas y terminas haciendo un silabario. Sin embargo, no se notan los pies forzados.
-Si lo piensas bien, todos los ensayos que escribí y que publiqué son ensayos que nacieron de un encargo o algún tipo de comisión más o menos libre, siempre hubo la voluntad de otros que disparó esos libros; entonces aparentemente para mí escribir ensayos implica medir la propia escritura con algún tipo de forma o formato o consigna que no me pertenecen del todo. Y es que hay en el ensayo una cierta vocación de apropiarse de algo que no te pertenece del todo pero que al mismo tiempo te interpela. Rara vez escribí ensayos porque a mí se me ocurriera, salvo cuando era muy joven y trabajaba en revistas literarias y había que llenar páginas. Por suerte descubrí rápidamente que el ensayo es una respuesta que viene de afuera, pero como no soy un ensayista profesional hace falta que yo haga mía esa consigna. Y hacerla mía es un poco hacerla derivar en alguna dirección, por eso en estos dos libros adopto esa forma de autobiografía ensayística. Dicho esto, me gusta mucho que me encarguen ensayos.
-Hay algunos puntos en ambos libros que se repiten, como la playa y específicamente Cabo Polonio en Uruguay.
-Es un lugar al que fui de vacaciones durante diez años seguidos y es un poco el modelo de playa perfecta para mí. Y con playa perfecta me refiero a un lugar para leer, porque no hay nada para hacer, salvo entregarse a las tareas de la supervivencia; uno se ve reducido a una condición soñada: sacar el agua, ir caminando a hacer las compras, traer los bidones de agua potable; hay algo como de reality de supervivencia, porque no hay nada para hacer. No hay pantallas, no hay cine ni luz eléctrica. Yo nunca leí tanto como durante esas semanas en las que solía pasar en Cabo Polonio. O sea que funcionó perfectamente como lugar bisagra: entre el ocio del lugar y la concentración total de la lectura. En ese sentido es un lugar único.
-También estos libros son imposibles de entender no teniendo en cuenta la importancia que tiene para ti el cine. De hecho en La vida hay pasajes dedicados al cine como lugar y como arte.
-Bueno, para mí hay algo que liga mucho la playa con la cultura pop. La playa es un poco bifronte: es un poco el contacto con la cultura pop en el sentido de James Bond, como entretenimiento fugaz, pasajero, perecedero de la playa, y a la vez está el momento de la iniciación literaria alta. De hecho yo comencé a comprar libros en Villa Gesell, que es la playa en la cual hablo mucho en La vida descalzo. Había una librería allí que era de alemanes, donde yo compré los primeros libros de cuentos de Cortázar. Para mí es como los rockeros o fans del rock dicen que el primer disco que se compraron fue tal. Y creo que la playa siempre funcionó un poco como funciona el cine para mí, que es a la vez un arte muy popular y extremadamente sofisticado. Es quizás una de las artes que mejor logra fungir dos cosas que en general en el arte tienden a polemizar, o a chocar. En el cine hay algo de eso que funciona de manera milagrosa; cualquier espectador de cine es siempre dos espectadores: uno salvaje y que se deja arrastrar y un espectador súper exigente, erudito. Y uno decide cuándo suichea al otro, pero los dos están todo el tiempo.
Y con relación a los mismos objetos, uno es un espectador sofisticado con películas basura y un espectador ingenuo con películas de arte. En ese sentido hay algo muy afín entre la playa y el cine. De todos modos hay ahí dos playas posibles: una es, por ejemplo, el caso de Gesell donde había cines y donde el consumo cinematográfico era intenso, incluso de autocines, y después está la otra playa, que es Polonio, que hasta cuando yo dejé de ir era una playa sin imágenes, una playa donde no había publicidad ni computadoras ni televisores ni cines, entonces en cierto sentido era la playa soviética, con ningún tipo de iconografía, y a la vez esa especie de tabula rasa de imágenes producía como una especie de funcionamiento imaginario mental muy fuerte. Por eso digo que se sueña mucho en la playa. Y eso pasa porque como no hay imágenes parece que uno tuviera que llenar de algún modo una pantalla blanca.
-Pero además tratas a la playa como representación de la guerra y del erotismo. Mencionas el desembarco de Normandía, un hecho histórico, que se dio en una playa y citas esa famosa escena de De aquí a la eternidad, donde a los amantes les golpean las olas mientras se besan.
-¿Viste que la playa es un espacio muy liminar, una zona interesante porque es el punto donde algo puede salir o algo puede entrar, algo puede escaparse? Me acuerdo mucho de la impresión que me causó la vez que fui a Cuba y vi cañones en la playa, una imagen de una incongruencia feroz para un seudo turista como yo. No estaba como turista, estaba estudiando cine, pero a la vez era un turista en Cuba, y para mí la playa era el último teatro donde podía haber un cañón y sin embargo estás allí y te das cuenta de que es el mejor lugar para ponerlo, porque la insularidad de Cuba hace que estén todo el tiempo paranoicos por algo. Esos cañones me daban la sensación de que podían atacar por cualquier lado. Y hay algo muy brutal en eso, ¿no?, y sin embargo las playas siempre han sido lugares estratégicos para las grandes ofensivas.
-Y también hablas de la normalidad de la desnudez de los cuerpos…
-Lo que pasa es que ya casi uno no presta atención, porque se ha naturalizado, pero si te ponés a pensar es sorprendente que haya tanta tanta tanta gente en pelotas y todo transcurra de una manera completamente civilizada, siendo que no siempre la gente estuvo casi desnuda en la playa. Durante mucho tiempo, al principio de la playa, cuando era el lugar donde iban a veranear los aristócratas, la gente iba vestida y quemarse era una señal de mal gusto. La idea del desnudo y del quemado es una cosa histórica que incluso puede desaparecer algún día, pero es sorprendente que toda esa población enorme, tan heterogénea, se mantenga en esa especie de equilibrio rarísimo, por eso digo que la playa es casi un modelo de civilidad. ¿Cómo hace esta gente para no matarse, no violarse, no tocarse, no tirarse una sobre otra? Porque además no hay reglamento, no hay ley. Y si la hay es una ley totalmente tácita.
-El único reglamento que hay está en función de la peligrosidad de la playa y de las marejadas.
-Pero eso tiene que ver con la seguridad y no con la convivencia. O sea, el modo en que toda esa gente está junta es una improvisación permanente, voluntaria, y hay algo milagroso en eso, es como si la animalidad o la bestialidad que siempre está asociada a la desnudez, porque la ropa es la última membrana de la cultura que nos separa de ser unas bestias, queda atenuada, y no es que no haya erotismo ni que no circule el deseo ni tampoco que la gente se vuelva casta, sino que hay algo de racionalidad rarísima, no formulada, no argumentada que funciona de manera práctica y que regula los intercambios entre esos cuerpos, de manera tal que nunca hay escándalos, nunca hay gente que se queje de nada. Eso me llama mucho la atención.
-¿Te interesan las playas nudistas?
-No me dediqué mucho a eso. Pero estuve en playas nudistas lo suficientemente tolerantes como para aceptar a un semi desnudo y la verdad es que no me interesó mucho, ni por el lado voyerista ni por el lado "saludable", porque el nudismo además tiene que ver más con la cultura de la salud que con el erotismo, ¿no?
-En Evasión y otros ensayos, César Aira habla que en el ensayo, a diferencia de la novela, el tema está adelante. Si bien eso sucede en La vida descalzo, las variaciones que hay son tales que uno termina preguntándose: Y bueno, esto qué es. Es una autobiografía, un ensayo autobiográfico, una crónica ensayística.
-Veo la lógica del ensayo menos lineal, menos direccionada, más espiralada. Todas las tapas de Random que están saliendo con mis libros tienen el motivo de un espiral en algún lado, y me siento muy identificado con la lógica que tiene ese signo. Para mí, el ensayo tiene esa lógica, mucho más que la idea de perseguir un tema, es decir hacer digresiones a partir de algo y el tema o la consigna empieza a convertirse en el agujero del desagüe alrededor del cual el agua escurre, y también a partir de ese núcleo la escritura podría ir un poco en cualquier dirección, que en realidad es una cosa que a mí me gusta hacer siempre, también cuando escribo una novela, porque para mí la novela está muy ligada a la práctica de la digresión. Me gusta esa idea, o la idea obvia pero muy gráfica del jazz, de la improvisación a partir de ciertas células y ese modo que tiene tan libre de irse y volver. Eso es algo que siempre me interesó mucho, y en ese sentido yo diría que no hay mucha diferencia entre escribir una novela y escribir un ensayo; porque el tema del ensayo, aun sabiendo en qué colección lo van a publicar, sigue siendo una construcción. La playa sería el pretexto y el tema es lo que el libro hace con el pretexto, y es algo que la escritura inventa, no está dado de antemano, no hay tema dado, y si lo hay, ese tema va a ser apropiado de un modo mucho más personal.
Me gusta dar vueltas a mí, aunque también esa es la manera con la que ataco. Cuando me dicen "qué te parece un libro sobre la playa", acepto inmediatamente, aunque no tengo nada para decir, pero cuando me pongo a escribir, ahí aparece algo.
-¿Es similar a lo que dice María Moreno, que toda su obra está hecha sobre un encargo, que ella va apropiándose hasta convertirlo en una obra, su obra?
-Exacto. Además María lo dice en un sentido fuerte, porque buena parte de su trabajo está anclado en la institución de la práctica periodística. El periodismo es el lugar por excelencia que te dicen lo que tenés que hacer, te dicen lo que tenés que escribir, y si no te lo dice tu editor, te lo dice la realidad. Nunca los periodistas dicen "yo quisiera investigar"; no, siempre es una especie de exhortación, de mandato ajeno, y María fue toda su vida un bicho de redacción, y todo lo que escribió lo escribió en ese contexto. Por supuesto que todo eso trasciende de una manera bestial el formato, la institución, el estilo y la prosa del periodismo. En mi caso no estoy tan enraizado en una institución que me obliga a escribir sobre ciertas cosas, aunque trabajé siete años en Página 12.
-Sólo me refería a la consigna…
-Ahora sí hay algo en lo que dice María y es que hay un cierto desafío en el duelo con la noticia, hay algo de esa tensión entre obedecer y revelarse, agachar la cabeza y apropiarse de las consignas, que me parece que es muy atractivo y muy excitante para escribir.
-¿Hay algún ensayo que te gustaría escribir y por falta de tiempo o de lo que sea no hayas podido hacer?
-Sí, en algún momento tuve un proyecto de ensayo sobre literatura y clandestinidad, una especie de proyecto muy ambicioso, donde estaba muy presente el caso argentino pero que daba para ampliar y ramificarlo; me interesaba mucho la cuestión del seudónimo, la literatura política en el sentido de la literatura prohibida, me interesa mucho la idea de la literatura y la ley, y eso no lo escribí. Me interesaría en algún momento escribir un ensayo sobre el diario íntimo, que es algo que he ido trabajando a lo largo del tiempo. Siempre surgen ideas de ensayos, te diría que son las ideas que más aparecen, pero bueno, si uno tuviera tiempo de escribir todo lo que tiene ganas de escribir, no viviría.
-Hay una cosa que no sé si has percibido, pero la generación de escritores posterior a la tuya, tanto en Chile como en Argentina, escribe muy poco ensayo. En cambio la tuya y las anteriores en Argentina, es muy prolífica: Sergio Chejfec, Marcelo Cohen, César Aira, por mencionar algunos. ¿Hay una carencia de pensar en términos ensayísticos?
-Puede ser. Para mí el ensayo está muy ligado a una tercera vía entre la academia y la ficción, como si fuera una manera de negociar la relación entre dos mundos, que siempre es una relación complicada. Ahora me parece que en Argentina el ensayo tiene una tradición universitaria, que tiende más bien como a alejar el ensayo de la universidad, pero que tiene a su vez una relación con la universidad. Si uno piensa en los ensayistas como Martínez Estrada o Murena, los grandes ensayistas argentinos, hay una tensión entre el saber y la ficción, entre el saber y la narrativa. Y para mí el ensayo siempre es eso. Cada vez que escribo un ensayo se me cruza por la cabeza la idea de estar operando una especie de mezcla de químicos que no estaban llamados a encontrarse, el químico del saber y el de la narración.
-¿Y eres un lector de ensayos?
-Sí, siempre fui muy lector de ensayos. Bueno, Barthes para mí fue muy decisivo, como un escritor que leí a los quince o dieciséis años y lo que me gustó de Barthes fue eso, que el tipo inventaba una forma de escribir más allá de los objetos que elegía, más allá de cuán estructuralista o heterodoxo era. Eso fue lo que me fascinó, que había inventado un tipo de escritura y tenía una relación con esa escritura y con el saber muy particular. No era que Barthes simplificaba lo que él mismo enseñaba, sino que su escritura lo que hacía era desafiar el mismo saber que él mismo hacía circular como académico. Lo desafiaba, lo entrecomillaba, lo hacía jugar en el sentido que le restaba seriedad y a la vez lo volvía mucho más ágil, mucho más poroso y sensible a los contactos, a las contaminaciones, y al mismo tiempo lo ponía en narración; hay algo que me gusta mucho de Barthes es que todos los ensayos tienen una especie de suspenso. Hay algo que vos querés saber, que está más adelante, y es muy sutil eso.