¿El pasado estará eclipsado por la fijación que tenemos con el futuro? Se me viene a la mente esta pregunta cada vez con más frecuencia al ver lo extraño que les parece a muchos que lea autores muertos hace siglos. Creen que es una extravagancia, un gusto adquirido. El siglo XX es el que menos llama mi atención, si bien tengo que tenerlo fresco para trabajar. Su literatura está lejos de asombrarme como determinados autores latinos o del Siglo de Oro español. Solo así se puede leer a Ovidio o a Shakespeare sin recatos.
Leer sin miedo, sin respeto, sin temor a los textos sagrados, célebres o antiguos. No conozco otra manera de conocer una escritura sino es a través del trato directo con ella, con las palabras que la articulan, con la sintaxis que la conforma. Hay algo en ese encuentro que marca la relación con ese libro, por más que luego uno averigüe de él. El trato directo con las palabras es una experiencia intransferible. Luego viene revisitar, gozar. El vértigo que generan ciertas lecturas es íntimo. A igual que la repelencia que dan ciertos estilos. Cuesta mucho tolerar el exceso de énfasis de las prosas gritonas, o la falta de sutileza de quienes trabajan con ideas sin espesor. O los que creen que el rastro de sus biografías no permea en lo que redactan.
Vaya a saber uno qué explica la falta de inquietud por lo que se escribía cientos de años antes. La fascinación por lo nuevo ha ocultado demasiado lo bueno, lo que ha resistido el tiempo. Los precursores de las vanguardias saquearon el pasado con inteligencia y elegancia, pero sus seguidores no retuvieron los versos de T.S. Eliot, que dan comienzo al poema Los cuatro cuartetos. "El tiempo presente y el tiempo pasado / Acaso estén presentes en el tiempo futuro / Y tal vez al futuro lo contenga el pasado. / Si todo tiempo es un presente eterno / Todo tiempo es irredimible".
Están de moda las religiones; el darwinismo, el esoterismo y las encuestas señalan que los chilenos creen en las montañas y en supersticiones. Vivimos un ciclo semejante a los períodos paganos. La confianza no está depositada en ninguna institución, sino que en pequeñas creencias, rutinas, dictados morales, simples modas o sectas. La autoridad ha perdido su poder y prestigio, atrapada en un laberinto transparente, que le impide lograr misterio y seducir a quienes gobierna. Nada de esto es primicia. Es una reiteración más, una reproducción con variaciones menores de lo que ya fue. Sin embargo, observamos con perplejidad el presente, pese a que podríamos identificar momentos similares o afines que nos ayudan a saber qué viene y prevenir. Extrañamente no lo hacemos. Estamos atrapados en la ficción del progreso, de que avanzamos.
Muchos argumentan que no son capaces de leer un libro que no sea moderno porque se latean con la lentitud de la trama y el exceso de descripciones. El idioma antiguo los pierde, les quita la velocidad. Son personas sin paciencia para acostumbrarse a perspectivas menos fugaces y más quietistas de la realidad. La escritura, en rigor, se juega en los detalles, en la capacidad expresiva que un texto posee. La que aparece cuando nos hemos entregado, bajamos la guardia y nos disponemos a aprender más allá de la lógica y sus tramas pueriles. Esto sucede cuando abandonamos el control del reloj y nos disponemos a derrochar las horas en otra frecuencia. El despilfarro perfecto consiste en habitar otros tonos existenciales, pretéritos, sin moverse. Es un milagro que recomiendo sentir.