La segunda vez de Ases Falsos en Lollapalooza partió con un guión aprendido. Un par de minutos de su hora oficial, las pantallas comenzaron a transmitir desde las bambalinas del stage. Como un equipo de fútbol concentrado antes de salir a disputar un duelo definitorio, el conjunto se da mensajes de aliento y se impostan ante la cámara espía con actitudes y ropajes propios de rockeros del primer mundo.
Saludan. Sacan la lengua. Se arreglan los anteojos. Rompen la cuarta pared.
Aunque lo anterior encaja perfecto en el tono de broma que suelen impregnar -a veces, más de lo debido-, pareciera que después de más de una década, realmente poseen las credenciales para ser una verdadera banda de estadio. Las mismas que lideran esos músicos primermundistas.
Echando mano al single homónimo de Mala Fama (2018), un disco laureado por la crítica pero de digestión menos inmediata que algunos de sus otros títulos, el show despega con un público está lejos de alcanzar dimensiones multitudinarias pero suficiente para evidenciar que hubo un peregrinaje consensuado hacía su encuentro.
El set se sucede audaz. Con apenas guiños a sus primeros dos álbumes (solo "Pacífico" y "Simetría" saldaron aquella cuota) y un sonido que desde finales de 2017 se ha visto fortalecido por la inclusión de Hermes Villalobos y Sergio "Keko" Sanhueza en flauta, guitarras y percusiones adicionales, la presentación contempló una decena de canciones que cada vez toman tintes más definitorios.
"Yo sigo desconfiando del famoso camino fácil", explican en el letargo reflexivo de "Mucho más mío".
Aquella frase se transforma en premonitoria al momento actual de Briceño y los suyos. El camino de una banda que cuenta con buena salud gracias a un catálogo macizo y a una fanaticada tan fiel como estancada -en partes iguales, necesariamente- tomará un desvío breve en los próximos meses con un parón de presentaciones en vivo que los tendrá ocupados en proyectos paralelos.
"Si voy a comer mierda, que sea a mi manera", parafrasea el vocalista en "Gehena" antes de apagar los motores.
Esperamos, entonces, que la pausa sea tan fugaz como ocurrió el término del show: cinco minutos antes del límite fijado por producción, entre aplausos y ovaciones reservadas para una especie de goleador que ya cumplió su cuota para un partido que pareciese ganado. El consuelo se revela de pronto. Tenemos que entender que la música nunca ha sido una competición y que, como en el barrio, solo hay que preocuparse de jugar.