Así fue el show de Rosalía: a palma firme

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Las palabras importan. Las de El mal querer, su último trabajo, se encienden y calman como los vaivenes distinguibles del amor que se relata en sus cumbres y miserias. Rosalía asume la voz de una mujer adulta, que provoca y desea, que a veces pierde y no está dispuesta a olvidar.


El cuidado en el balance entre diversidad y tendencia que dota al cartel de Lollapalooza de parte de su ventaja tenía este año en Rosalía a un puntal. De nombres con enorme atención encima el festival es pródigo, pero pocos de éstos sostienen a la vez desde el mango el sartén que saltea el sonido y la estética que luego alimentará a la moda. Con la barcelonesa no bastaba la sucesión de su repertorio (de sólo tres años aunque dos poderosos discos), sino que también el despliegue de recursos escénicos que explica su condición de estrella no ya española sino global.

¿Es para tanto el llamado "fenómeno" Rosalía, en tiempos en que el título se gana con clicks? Pues sí: lo es. Su turno de una hora la tarde del domingo confirma que la base sobre la que ella ha elegido desplegar su cante es fabulosa, por inventiva y síntesis, por viveza y elegancia. En el estudio de grabación se ha tratado de conceptos profundos, de desprejuicio en las fusiones y de técnicas de avanzada para convertirlos en sonido. En vivo, en cambio —donde sólo un músico se ocupa en instrumentos (percusión y teclado en manos del prestigioso El Guincho), y la marcha de secuencias sigue con casi todo lo demás—, lo que importa es su presencia, que sin ser histriónica afirma el carácter de una mujer que según el verso se volverá ruda o coqueta, decidida a que su voz se exprese con entonación exigente y a la vez magnética autoconfianza.

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Envuelve todo aquello un diseño estético contundente aunque concentrado, con seis bailarinas de blanco en coreografías refrescantes; y al lado y de negro un cuarteto para coros y palmas. Vuelve la tradición en gestos y vítores de tablao —puntuales, no constantes; éste es un show de pop, incluso con cita a su tema a dúo con James Blake—, y al incorporar al repertorio adaptaciones para un viejo tango rumbero popularizado por Chavela Vargas ("Macorina" es, esta vez, "Catalina") y el mayor éxito del dúo madrileño Las Grecas, "Te estoy amando locamente" (nada es casual, ya había transgresión antiortodoxa en ese contagioso single de 1974 incluido en un disco de título elocuente: Gipsy Rock).

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Las palabras importan. Las de El mal querer se encienden y calman como los vaivenes distinguibles del amor que se relata en sus cumbres y miserias. Rosalía asume la voz de una mujer adulta, que provoca y desea, que a veces pierde y no está dispuesta a olvidar ("voy a tatuarme en la piel / tu inicial porque es la mía / p'acordarme para siempre / de lo que me hiciste un día").

Contrariados por un éxito que atestiguan a lo lejos, los ortodoxos del flamenco e incluso comunidades gitanas han afilado cuchillos para ponernos en guardia de que el cante auténtico no requiere de nuevos estilismos para brillar. Y qué mejor promoción puede haber para una cantante de 25 años que quedar del lado de la historia que antes tuvo en la polémica a clásicos como Camarón de la Isla y Enrique Morente. Que intenten detener los indignados la apropiación cultural que sostuvo al pop del siglo XX y hoy circula imparable por las redes. Rosalía no ha hecho más que reorientarla a su manera. La cosecha es suya. Tra-tra.

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