La expulsión del deseo
Como en el postcapitalismo todo tiene su espacio mientras no molestes al del lado, detrás hasta de las más sombrías fantasías sexuales del pasado hay ahora una industria que tiene su nicho, que está reconocida, que no moviliza a la policía y que incluso -muy importante- quiere ser amigable con el medioambiente.
Hay razones para pensar que la caída de la censura en casi todo el mundo bajó el voltaje erótico de gran parte de la producción fílmica. En parte fue porque, a partir de ese momento, los caminos del porno y de la ficción cinematográfica se separaron para siempre y, en parte también, porque la modernidad no ve en el sexo la bestia disruptiva, desbocada y salvaje que vieron otras épocas.
Ahora no. Como en el postcapitalismo todo tiene su espacio mientras no molestes al del lado, detrás hasta de las más sombrías fantasías sexuales del pasado hay ahora una industria que tiene su nicho, que está reconocida, que no moviliza a la policía y que incluso -muy importante- quiere ser amigable con el medioambiente.
¿Algún efecto sobre el cine? Desde luego que sí. A nivel global, el más evidente es que la pantalla se limpió, por así decirlo, del llamado "softcore", que estaba cubierto mundialmente por cientos de productoras, la mayoría italianas y alemanas, que producían kilómetros y kilómetros de celuloide de alta graduación erótica y en general pobrísima densidad fílmica. Pero también en el resto de las películas el sexo perdió rating y atención porque la industria cambió. El cine pasó a tributar a un público preadolescente en su mayor parte y en los últimos 15 o 20 años, entre tanta bobería supuestamente fantástica y tanto cine de terror hecho a la diabla, hay que escarbar con cierta paciencia para dar con películas que -buenas o malas, eso es otra cosa- hayan movido las agujas de la discusión como lo hicieron en su momento, por ejemplo, Atracción fatal o Cuerpos ardientes.
Es verdad que en términos de osadía títulos como La vida de Adele e incluso la endulcorada historia de amor gay que cuenta Llámame por tu nombre van más lejos. Sí, son más explícitos. Pero son películas casi de nicho que no corren ninguna frontera. Los últimos años han sido de una castidad asombrosa en las pantallas, a pesar de la ridiculez de Las 50 sombras de Grey, de los esfuerzos que le pone Francois Ozon para epatar a su público con historias sexualmente rebuscadas (El amante doble) o de los empeños que en general siguen haciendo los cineastas franceses para que los fuegos de Eros no terminen por apagarse. Sin embargo, son golondrinas que no hacen verano. La nada misma en relación a un pasado no tan lejano. Porque, al margen de sus planteamientos generacionales y estéticos, ¿qué fue la Nueva Ola sino un decidido e insolente rescate de una sexualidad atrapada, reprimida e invisibilizada por el cine que en ese momento se venía haciendo en Francia? ¿Qué habría sido de ese movimiento sin la exaltación del deseo?
Cada época elige sus propias quimeras y decide los frentes que cuidar. Ahora es el turno no del sexo sino de las minorías, de la equidad de género, de la igualdad. Incluso la represión podría haber dejado de ser tema, lo cual es raro. ¿Cuánto tiempo ha pasado, sin ir más lejos, desde El misterio de las rocas colgantes de Peter Weir, que entregara en 1975 pistas finísimas para ese debate?
Tal vez sea solo una apariencia que Eros haya sido expulsado del cine. Quizás habría que comenzar a indagar en capas más subterráneas para establecer dónde se recluyó y está operando. Y para ir a la segura, seguramente habría que llamar a Freud
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