Cursilería, aléjate de mí
Carla Guelfenbein presenta una novela comedida, diferente a su obra anterior, que, aún así, plantea dudas novedosas.
Carla Guelfenbein ha abandonado algunos rasgos predominantes de la literatura que la hizo conocida en el mundo entero: la cursilería y la nimiedad, por ejemplo, son pulsiones ausentes en La estación de las mujeres (2019, Alfaguara), su más reciente novela. Esto, sin lugar a dudas, resulta digno de aplauso, pero al mismo tiempo que uno celebra la evolución y el coraje de una autora que, ante una propuesta sumamente exitosa en el mercado como la suya, no tendría por qué cambiar de estilo, surgen preguntas nuevas, de diversa índole.
La primera puede sonar a insidia: ¿es sólo idea mía, o este libro se parece bastante a Las horas, la famosa novela de Michael Cunningham? La segunda alude a lo insondable: ¿por qué Guelfenbein pretende darle una pátina de alta cultura a sus relatos, cuando a su público lector no le interesa la alta cultura? Y la tercera plantea un enigma: ¿a quién se dirige Guelfenbein?
La estación de las mujeres consiste en cuatro historias que se desarrollan de manera intercalada entre el presente (Margarita y Juliana) y el pasado (Doris y Elizabeth). Margarita es esposa de un profesor de Física que enseña en la Universidad de Columbia. La pareja es chilena y, al parecer, delatan su chilenidad en el siguiente hecho: en los 30 años que llevan juntos, él siempre ha sabido dónde está ella, mientras que Margarita sospecha, con sobradas razones, que él le ha sido y le sigue siendo infiel. Juliana, mujer de edad y única amiga de Margarita en Nueva York, vio de niña el cadáver de una joven que probablemente sea el de Elizabeth, una heredera que escapó de casa y que se manifiesta en la novela a través de una serie de cartas que le escribe a una amiga a partir del año 1946. Finalmente, Doris es Doris Dana, la amante de Gabriela Mistral.
Una quinta historia corre en paralelo a las ya mencionadas, aunque con menor intensidad pese a ser muy atrayente: la de Anne, la desaparecida portera del edificio que habita Margarita, y Lucy, su madre. Evidentemente, todos los hilos de la narración acaban entrelazándose o rozándose, algo que, en este caso, le quita brillo a la propuesta total, pues no siempre es conveniente dejar todos los cabos demasiado ataditos.
Volviendo ahora a las preguntas del comienzo: si Guelfenbein pretende darle aires de alta cultura a su novela incluyendo versos de "La canción de amor de J. Alfred Prufrock", a lo menos debería saber escribir correctamente el apellido del autor de un poema tan famoso. El aludido se llama T.S. Eliot, no "Elliot" como afirma ella con insistencia. Lo mismo podría decirse de la mención a Alfonsina Storni, quien, según Guelfenbein, murió después de que "se internó en el Atlántico". Pues no: la poetisa argentina se lanzó al océano desde una escollera en Mar del Plata, eso sin tener idea de nadar. En la novela, Elizabeth anota que su amante, un literato del Barnard College, le recomendó "que no escriba cosas que no conozco". El consejo alcanza así una trascendencia irónica.
No es igual de fácil responder a quién le escribe Guelfenbein: ¿cuál es la razón de que en un libro impreso en Santiago de Chile se utilicen verbos como "follar" o "nos colocábamos" para aludir al acto sexual o al acto de drogarse? ¿No convenía haber reservado esos términos para la edición española? El misterio no acaba allí, pues el título mismo de la novela plantea otra interrogante. En un momento dado, Juliana sostiene que "La primavera es la estación de las mujeres", a lo que Margarita responde: "¿Y quién te dijo eso tan ridículo y tan cursi?". Vaya uno a saber lo que Carla Guelfenbein quiso expresar con tamaño intríngulis.
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