Hace más de un siglo, el bisabuelo materno del cineasta Muayad Alayan (1985) partió rumbo a Chile y acá tuvo una descendencia que al menos pudo librarse de uno de los episodios más controvertidos en la historia de Medio Oriente: la guerra árabe-israelí de 1948 que terminó con millones de palestinos desplazados de sus hogares. Entre aquellos desalojados estaba una de las hijas del bisabuelo viajero de Alayan.
Ella permaneció en Palestina y su futuro bailaría al ritmo oprobioso de la guerra, de los territorios ocupados y de la eterna disputa entre árabes e israelíes. La misma historia corrió para el resto de sus descendientes, hasta llegar a Muayad Alayan.
El cineasta de Jerusalén dice sentir una sana envidia porque sus dos hermanos ya visitaron Chile para conocer la rama sudamericana de la familia, pero reafirma que Palestina le dio la oportunidad de contar grandes historias. De paso, le entregó la posibilidad de ser cineasta.
"Mi interés en el cine parte por ser hijo de dos padres cuyas familias fueron expulsadas de sus casas por los israelíes en 1948", dice Muayad Alayan al teléfono desde Roma, donde promociona el estreno de El affaire de Sarah y Saleem (2018). "Con el paso del tiempo me transmitieron y contaron muchas experiencias, una gran cantidad de historias. Es casi una tradición oral ", agrega.
Criado en Jerusalén Este, donde se concentra la mayor cantidad de palestinos de la ciudad, Alayan ensayó su vocación con un artefacto invaluable. "Cuando llegó la primera cámara de video a la casa comencé a grabar los viajes de mis abuelos a las ruinas de sus casas, en posesión de Israel. Ahí me di cuenta del poder del cine para contar una historia y conmover", reflexiona.
Responsable de dos largometrajes de ficción un documental y dos cortos, el joven cineasta suele trabajar con su hermano Rami Musa Alayan en el guión y producción de sus filmes. El último de ellos es el mencionado El affaire de Sarah y Saleem, ganador del Premio de la Audiencia en el Festival de Rotterdam 2018, y que actualmente se exhibe en salas locales.
Su trama transcurre en Jerusalén y cuenta la historia de una infidelidad que escala a asunto de seguridad nacional: la israelí Sarah (Sivane Kretchner), dueña de un café en Jerusalén Oeste, mantiene una relación extramarital con el transportista palestino Saleem (Adeeb Safadi), quien también está casado. El marido de Sarah es un coronel de Ejército y para su desgracia el servicio secreto israelí se entera de su affaire. No sólo irán tras Saleem, sino que creerán que ella puede haber sido reclutada para la causa palestina.
-¿Por qué quiso hacer un filme sobre este tema?
-Como muchos de mis compatriotas palestinos, crecí en Jerusalén Este. Con el paso del tiempo comencé a tener trabajos en Jerusalén Oeste, que es donde hay mayoría de israelíes. Y, claro, fui testigo de cómo muchos amigos y compañeros de trabajo normalmente se relacionaban con ellos, generalmente por motivos laborales. Era como si estuvieran jugando con fuego, debido a los problemas en que se podían meter. Paralelamente hubo en esa época una serie de ataques israelíes a Cisjordania cuyos objetivos fueron los cuarteles generales de la Autoridad Nacional Palestina. Es en ese contexto que decidí hacer esta película.
-¿Es común la relación sentimentales entre palestinos e israelíes?
-En Jerusalén o en Haifa, donde también hay una importante población palestina, no es extraño. No digo que ocurra siempre, pero tampoco es raro. Sucede y conozco a varias personas que lo vivieron en carne propia. Lo que pasa es que nadie lo dice, no se comenta.
-¿Cómo une la pequeña historia con el panorama sociopolítico?
-Lo importante es contar una historia de seres humanos, de gente real. Y debo decir que nuestra realidad como territorio ocupado es a veces tan absurda y perturbadora que las buenas historias surgen solas.
-¿Cómo es hacer cine en Palestina?
-Es un millón de veces más difícil que en el resto del mundo. No hay un aparato público ni inversores privados que aporten. Lo que uno hace es mendigar dinero, pedir préstamos y buscar alguna coproducción con Europa, donde por lo demás te piden que tu país tenga alguna infraestructura fílmica: evidentemente en Palestina no hay nada de eso. Ya en terreno nunca pudimos desplazarnos en grandes grupos pues éramos perseguidos por la policía y el ejército. Honestamente, si no fuera por la ayuda de mi familia, de mis amigos y de la comunidad que me rodea nunca podría haber hecho nada. Para hacer un largometraje acá necesitas que toda la ciudad se comprometa contigo, desde los comerciantes y hombres de negocios hasta los ciudadanos más humildes.