Esta noche de miércoles en tres actos, Paloma Salas y Jani Dueñas son como el Flaco y el Indio en versión feminista teloneando el debut del colectivo ruso punk y artístico Pussy Riot en la discoteca Blondie.
El público mayoritariamente femenino ríe sin parar mientras las humoristas leen los comentarios de noticias en Internet como el publicitado noviazgo del actor Héctor Morales con Helénia Melán. Las encarnaciones de Salas son divertidísimas. Es histriónica y rápida. Recordaron carretes en la clásica disco en la época de la teleserie Adrenalina y cuando estaban de moda Glup! y De Saloon, rotulados ingeniosamente como el tipo de "banda-sin-gallo-mino", a diferencia de Stereo 3 donde todos lo eran. Rutina entretenida y relajada, inevitable preguntarse qué habría pasado si ambas hubieran estado bajo este formato en el último festival de Viña. Paloma Salas merece la oportunidad.
Siguió el power trío Horregias que se presentó al público como "una banda lesbiana" por si quedaba alguna duda, para descargar ocho cortes de efectivo punk rock con buenas armonías y letras reivindicativas sobre el aborto ("Causal"), Gabriela Mistral como ícono ("Gabi") y la cultura machista ("Heteronormativa"), esta última acompañada de viejas imágenes de Cecilia Bolocco haciendo coreografías para maridar perfecto con la letra. Desplegaron lienzos en protesta por el asesinato de lesbianas y demostraron que más allá de los discursos y las demandas justas hay composiciones para poner atención. Cuidan el mensaje y su transmisión en un buen empaque.
Pausa y al fin salir de la duda con el grupo ruso porque, sinceremos, Pussy Riot tiene toda la fama pero no por la música. Son un símbolo de resistencia al liderazgo sin contemplaciones de Vladimir Putin, artistas que sufrieron cárcel por su trabajo y que ahora sintonizan con el feminismo en un giro natural.
A excepción de la carismática Nadya Tolokónnikova, uno de los rostros reconocibles del conjunto, las otras tres integrantes corren la misma suerte de bandas enmascaradas como Brujería. No sabes quién diablos está detrás y también da un poco lo mismo.
En Pussy Riot lo de punk tiene que ver más con la actitud que con la música donde reina cierta indefinición. A ratos se configura como apuesta industrial, luego se trata de trip hop, sigue hip hop y emo, casi todo cantado en inglés con un montón de pistas, uso y abuso de efectos en la voz, un espectáculo con cierto caos, largas pausas entre temas, conversas de la líder con la integrante que tocaba sintetizador y guitarra, número deshilachado que no establece con claridad contra qué se rebelan.
"¡Ni una menos!", gritaron en algún momento en español y el público respondió pero también pasaba que concluían las canciones y nadie sabía muy bien si el tema llegaba hasta ahí o era parte de otro silencio. Como reacción los aplausos se hacían difusos, desacompasados.
Finalmente Pussy Riot provoca desconcierto y una arbitraria desilusión porque en rigor no había expectativas sino más bien curiosidad. No es un bluf ni una estafa porque cuentan con buenos temas dentro de esa paleta ambiciosa de estilos del cancionero, y es probable que sin los efectos Nadya Tolokónnikova sea una buena cantante. También funcionan las intervenciones coreográficas de las bailarinas que completan el cuarteto aunque dominaba la sensación de presenciar un ensayo con público.
Tiene cierta legitimidad si se trata de filosofía punk pero también colinda con algo parecido al amateurismo. A estas alturas Pussy Riot está obligado a ofrecer más que su espectacular ingreso a la cultura pop por manifestarse desafiantes y coloridas en una iglesia hace siete años. Fue admirable, un mensaje global en contra del status quo ruso. Pero ha pasado el tiempo y no basta con los pasamontañas y unos cuantos fuck a la autoridad y el sistema proclamados en pantalla, más títulos beligerantes como "Go vomit", "Police state" y "Punk prayer". Para ganarse un escenario hay que aferrarse a algo más que la historia. Corresponde ofrecer show. Uno bueno.