Conversando el otro día con un amigo crítico de cine, éste me hizo recordar que "en nuestros tiempos" los niños eran relegados en todos los sentidos, partiendo por el cine. Las películas no eran para los niños y en eso radicaba su gracia: lo prohibido, lo levemente risqué. Muchas cintas celebraban el deseo y, en el caso de Brian De Palma, capaz que eran acerca del deseo. Ir al cine era algo peligroso: se entraba a un sitio oscuro a mirar por una ventana. Acabo de terminar de leer el libro del crítico y teórico inglés David Thomson: Sleeping With Strangers. En dos palabras su tesis es que el cine, junto a su primo mayor la fotografía, inventó el erotisimo y la idea de poder admirar los cuerpos, las ropas, los gestos de otros. Uno ingresaba al cine a mirar, a conectar, a enganchar. Uno terminaba fantaseando y, a la larga, mentalmente al menos, durmiendo con extraños. Extraños que se volvían cercanos. Más que el arte de la fuga, uno practicaba el onanismo del mirón. El cine no era un sitio para niños ni país para débiles. Como decía la gran crítica perversa y sexualizada Pauline Kael: el cine, todo tipo de cine, debe ser una experiencia erótica. El efecto wow.

En el pasado BAFICI (Festival de Cine Independiente de Buenos Aires) vi un documental acerca de ella: What She Said: El arte de Pauline Kael. ¿Un crítico puede ser un artista? Claro que sí: si tiene sangre, si es arbitraria, si posee prosa, si se erotiza y se remece, si no eres de centro, si te hace ver lo que no has visto y no simplemente resumir o ser suertes de funcionarios del Sernac que recomiendan o atajan en vez de seducir o estar a la caza.

Ir al cine era, de alguna manera, peligroso, transgresor. Incluso las cintas para menores no lo eran tanto. Hasta hace no mucho, los niños eran tomados en cuenta dos veces al año (invierno, Navidad) con estrenos Disney (muchas veces reposiciones). Las cintas que los niños más grandes deseaban ver y veían siempre eran aspiraciones en cuanto a edad: para mayores de 14. Las cintas que hoy se recuerdan como clásicos infantiles eran para adolescentes recientes, pero los chicos más avezados ingresaban igual. Al cine se iba a pololear, iban los amantes para que no los vieran, iban los solos a escapar y a que no los vieran. El para todo espectador equivalía a una suerte de beso de la muerte. Las clasificaciones estaban ligadas a ciertos hitos entre eróticos o legales. Pubertad, votar, conducir, tomar. ¿Hay diferencia real entre alguien de 18 y 21? El consejo de calificación al parecer lo creía: a los 18 se puede entender; a los 21, se puede gozar sin culpa.

Hoy casi todo lo que se estrena de manera masiva va dirigido a los más chicos (y los padres que deben llevarlos). Toda aquella cinta que es para mayores (que no ven la vida en blanco-y-negro, que requieren un poco de experiencia para empatizar) está condenada al fracaso: deben buscar cines alternativos o irse al streaming. El cine masivo se ha infantilizado, se ha vuelto un parque de atracciones, un museo interactivo. Si antes un chico debía arriesgarse para ver Alien o Poltergeist o Matrix, hoy sucede al revés: los adultos y los adolescentes deben dejar sus rabias y frustraciones y deseos donde venden cabritas y gaseosas light aguadas y volver a ser castos.

Me parece que hay que tratar ciertas películas para adultos tomando en cuenta el contexto. Es hora de defendernos. No se trata de dar pase libre pero si estar ojo con la tumba que estamos cavando. Eso espero de los críticos, de la prensa, hasta de los twitteros. ¿O ahí me equivoco porque ya no hay que esperar nada de ellos pues ya no importan? Esto me parece aún más grave y, por ahora, me niego a aceptarlo.

La mula es estupenda (cada vez me gusta más, escribiendo esto me convoca puros recuerdos preciosos) y me cuesta entender porque no ha sido aplaudida de pie ni por qué no fue el éxito que debió ser. Los críticos ni la vieron o no escribieron con pasión. Quizás el error fue estrenarla en los malls: Eastwood nunca fue un cineasta que se creía artista (es un autor que hace cine comercial) y a lo mejor su lugar ahora es en las salas alternativas.

Como dijo el cineasta Paul Schrader al perder el Oscar al mejor guionista frente a los alumnos-de-Syd Field de la correcta-pero-fome Green Book: "es difícil competir con la mediocridad". Espero ansioso la nueva de Almodóvar. Más que la nueva saga de los Avengers. ¿Y si no es para tanto? Seguro que no lo es: el cineasta manchego ha hecho de la incoherencia y la intensidad su marca. Aún así: prefiero un Almodóvar sobregirado y hasta malo que alguien que no intenta ni girar ni mover las aguas para intentar pasar desapercibido y así conquistar a todos pero, a la larga, a nadie.

La mula, de Clint Eastwood, es estupenda, crepuscular, llena de humor y tristeza y por eso mismo es toda una anomalía. Y merece defensa, ruido, apoyo, prensa, alaridos, histerismo, lobby, golpes. Son ellos o nosotros. Un poco de militancia. ¿Es mejor que Los imperdonables o Gran Torino? Capaz que no. ¿Importa? ¿De verdad interesa? ¿Donde estuvo la masa crítica y el apoyo a Creed 2, lejos una de las películas del año, mejor que Black Panther. Algunos críticos -están-obnubilados con un cierto cine que no llega y se olvidan del que llega. OK: dale, quizás Creed 2 no es el tipo de cine que realiza Sang-soo Hong pero tiene posibilidad de conectar con la audiencia que anda circulando. Lo increíbles es que esos cineastas premiados en Locarno o Rotterdam no llegan, sus cintas no se estrenan y cuando lo hacen, nadie se da cuenta.

Yo digo: fijémonos en lo que sí está cerca. O quizás la guerra ya se perdió. ¿Se fue con Agnès Varda? Todo ahora es secuela, remake, todo está hecho para conquistar a los niños o los que desean serlo. El cine para los adultos se hace para ver en la cama. Así es: no porque sea erótico; sino porque ahí están las pantallas. En los dormitorios. Se ve tapado, con colchas, frazadas, scaldosonnos. Se sabe: tanta tibieza da somnolencia. Es hora de despertar o dormir el sueño eterno.