Todos saben que Miguel de Cervantes y William Shakespeare murieron el mismo año 1616, el primero un 22 de abril y el otro el 23, pero en esa época en Gran Bretaña, a diferencia de España, aún no se implementaba el calendario gregoriano, que es el que nos rige hasta ahora, por lo que Shakespeare murió en verdad el 3 de mayo. Sea como sea, el Día Internacional del Libro, que es una convención como tantas otras conmemoraciones, surgió de esta coincidencia de fechas de dos calendarios diferentes y se fijó para el 23 de este mes.
De Shakespeare y Cervantes se sabe todo y nada; a nivel masivo se sabe que Cervantes peleó en la batalla naval de Lepanto, y como una herida le afectó la movilidad de su mano izquierda se ganó el apodo de Manco de Lepanto. Menos masiva es la biografía Miguel de Cervantes, la conquista de la ironía (2016) que escribió hace unos años el catalán Jordi Gracia, invitado para la 45 Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. De Shakespeare, sin embargo, hay tanta información a lo largo de la historia que a veces hasta se duda incluso de su existencia.
Una de las primeras constancias de la existencia del autor de Enrique V, El mercader de Venecia, Ricardo III, Hamlet, Romeo y Julieta, Coriolano y muchas obras más, está en Vidas breves, de John Aubrey (1626-1697), que fue uno de los primeros títulos de la excelente colección Vidas Ajenas de Ediciones UDP. Aubrey nació unos años después de la muerte de Shakespeare y escribió un conjunto de minibiografías, centradas en lo anecdótico, de personalidades de su época, entre éstas Descartes, Hobbes, Bacon, Halley, Milton. Este autor, inglés también, sentía temor de que estas personalidades de la filosofía, la ciencia y la literatura pasaran al olvido y por eso escribió.
La biografía dedicada a Shakespeare es de apenas dos páginas y media, lo que consigna la importancia de este autor en ese siglo, y eso pasa porque aún Samuel Johnson no lo había instalado como el Shakespeare que conocemos, cosa que pasaría recién más de medio siglo después (1765), cuando hiciera su famoso prefacio a sus obras completas: "Aquellos que lo acusan de falta de estudios le hacen el mejor de los elogios: era docto de nacimiento, no necesitaba de las lentes de los libros para leer la naturaleza; miraba en su interior y allí la encontraba".
Por los años en los que escribió Johnson, el célebre intelectual que no sólo ubicó a Shakespeare en su sitial sino que antes de eso hizo un diccionario para toda la lengua inglesa, se creía, tal como consignaba Aubrey, que Shakespeare había nacido en Stratford-upon-Avon, condado de Warwick, cosa que es verdad, y que "cuando el señor Shakespeare era niño ejerció el oficio de su padre, pero que cuando carneaba un ternero solía hacerlo con gran estilo, declamando". Según lo que se creía entonces, su padre era carnicero. Lo curioso es que "había, al mismo tiempo, otro niño en ese pueblo, también hijo de carnicero, que no era para nada su inferior…". Este niño, sin embargo, murió joven, remata Aubrey.
Mirando en perspectiva se hace difícil pensar a ese niño Shakespeare carneando terneros, pero Aubrey sigue y cuenta que a la edad de dieciocho años partió hacia Londres y se convirtió en actor, poeta y dramaturgo. Su colega Ben Jonson lo criticaba porque "escribía poco latín y aún menos griego, entendía el latín bastante bien, porque en sus años mozos había sido maestro de escuela en el campo". El perfil que construye John Aubrey –porque en lenguaje actual eso es– no es el de un fuera de serie, sino más bien de un autor muy bueno que estuvo más allá de sus posibilidades; de haberse instruido más, parece querer decirnos Aubrey, esas posibilidades hubieran sido mayores.
Lo de Aubrey fue escrito en la segunda mitad del siglo XVII, después las cosas cambiaron y apareció Samuel Johnson, quien dio un punto de vista distinto a su obra, cosa que establece James Boswell en la biografía que escribió de Johnson. En su Prefacio explica así las circunstancias que han desplazado al autor de Enrique V del sitial que merece: "A Shakespeare le sucedió lo que nos ha de suceder a todos por efecto del tiempo o de las circunstancias. Ha sufrido más de lo que cualquier otro escritor desde la invención de las letras haya podido sufrir, ya por su desprecio a la fama, ya por esa superioridad de espíritu que lo llevaba a desdeñar su trabajo al compararlo con su capacidad, y a juzgar indignas de ser preservadas las mismas obras que los críticos de épocas posteriores se disputarían el honor de restaurar y explicar". Sin embargo, sólo a partir del siglo XIX sería considerado el autor fundamental en el canon occidental, como afirman los principales críticos de lengua inglesa: Harold Bloom, Ezra Pound, Jame Wood.
Pero volvamos un poco atrás. A principios del siglo XIX Thomas de Quincey, otro gran autor inglés, escribió una pequeña biografía, aunque mucho más extensa que la de Aubrey. En ella concuerda en que Shakespeare nació en 1564 en Stratford-upon-Avon "cierto día del mes de abril del que no se tiene absoluta constancia. Lo que sí es seguro es que fue bautizado el 25 y, basándose en ese hecho, combinado con lo que atestigua cierta tradición, Malone ha inferido que nació el 23". Es decir que Shakespeare nació y murió el mismo día, el 3 de mayo del calendario gregoriano, ya que Gran Bretaña sólo adoptó este calendario en 1752. Como De Quincey había nacido con el nuevo calendario, hace hincapié en esto.
En cuanto al oficio de su padre, John, este autor señala que si bien se ha dicho que fue carnicero y que se dedicó al negocio de la lana de oveja, "en nuestros días ha quedado demostrado que hacía guantes". Pero como en aquella época no existía la especialización que existe hoy en cuanto al trabajo, también desempeñó labores de granjero, aunque lo de fabricante de guantes era lo que le dio cierto prestigio, ya que "en aquellos años sin duda la prenda más costosa de toda la vestimenta" eran los guantes, "y su composición era mucho más elaborada y ornamentada que la actual. Constituían un regalo muy común de algunas ciudades a sus jueces y a otras personalidades oficiales". No por ello, aclara De Quincey, era una actividad muy lucrativa. De todas maneras, la infancia del niño William se desarrolló en un clima de creciente prosperidad para la familia hasta los diez u once años. Hasta esa edad "William Shakespeare vivió en una despreocupada abundancia y en su casa paterna no vio otra cosa que no fuera el estilo liberal que distingue a los oficiales de caballería mejor asentados y a la aristocracia rural inglesa".
Pero no toda esa prosperidad descansaba sobre genuinos ingresos, había mucho de préstamos e hipotecas. La familia, en todo caso, siempre salió del paso debido a la gran dote de la madre de William que su padre recibió al casarse con ella: "Aquella dama (y fue realmente una dama en el sentido más literal de la palabra, tanto por su nacimiento como por sus relaciones) tenía el hermoso nombre de Mary Arden". Lo que especula De Quincey es que el genio de William pudo venir de ella de acuerdo a las "hipótesis modernas" que él manejaba en el siglo XIX, esto es que se podía deducir el intelecto de la madre a partir del intelecto del hijo.
Más allá de estas especulaciones, lo interesante es que Thomas de Quincey escribió esta biografía a sabiendas de que ya William Shakespeare era un autor ineludible para toda la lengua inglesa. Hay algo en que coinciden Samuel Johnson y él y es que tal vez Shakespeare no escribió sólo para su época, sino para las que estaban por venir, y esa fue su gracia y talento, situarse como un autor universal. Un autor que, como dijo Johnson, no escribió tragedias y comedias, sino que en cada una de sus obras la tragedia y la comedia convivían. Hay algo de esto también en el espíritu de Cervantes, que luego del éxito del primer Quijote (1605), como señala Jordi Gracia, encuentra vejatorio que se lo lea sólo como un autor cómico.
Volviendo a Shakespeare y para terminar, James Wood, un importante crítico estadounidense contemporáneo, consigna en Los mecanismos de la ficción que la novela sacó la estructura de los personajes de sus obras, lo que para los que hemos escrito alguna vez una novela nos coloca en el feliz dilema de que cuando escribimos un personaje dentro de una novela estamos de alguna manera recordándolo.