Los economistas dicen que una cosa es el flujo y otra muy distinta el stock. Robert Altman, el cineasta estadounidense que murió hace 13 años cargado de reconocimientos a pesar de haber sido una figura más bien incómoda para Hollywood, siempre lo tuvo claro, no porque supiera de economía sino porque se especializó en una forma de contar historias donde lo que importaba era el bosque, no lo árboles, lo que quedaba, no la anécdota, el conjunto, no el episodio aislado, el grupo, no el protagonismo individual. Altman fue autor de algunas películas sobrevaloradas como MASH y de algunos títulos espantosos como Tres mujeres o Popeye, pero también fue un gran catador de ambientes y un observador excepcional de eso que llaman dinámicas de grupo.
A muchos años del estreno, es posible que las tramas de títulos como Un día de bodas, Nashville, Short Cuts o Crimen de medianoche se hayan perdido en el olvido. Sin embargo, sobreviven en el recuerdo por su atmósfera, por las corrientes de delirio, desenfado, casualidad y tragedia que lograron identificar en la lógica bajo la cual se va haciendo la vida. También porque plantearon la dificultad de establecer dónde termina la responsabilidad individual, dónde comienza la colectiva y qué rol juega la pura y simple fatalidad. La crítica decía que Altman hacía películas corales, pero lo suyo era bastante más; era capturar la vibra y la moral de distintos colectivos.
Posiblemente esta es la dimensión que mejor sobrevivió de su obra. Es lo que todavía la hace moderna. Uno vuelve a recuperar algo del cine de Altman cuando ve Roma y comprueba que una película hecha de fragmentos no muy coherentes unos con otros -fragmentos que son las piezas de un rompecabezas que nunca termina de encajar muy bien- a pesar de eso puede funcionar, puede convencer y puede emocionar. Claro que hay que darle oportunidad y tiempo. Hay que verla con una suerte de predisposición inicial que por lo general no tenemos con todas las películas. Dejémonos llevar. En Roma hay episodios donde quizás la película se condena. En la suma, sin embargo, la experiencia se salva.
En la nueva película de Dominga Sotomayor -Tarde para morir joven- hay algo de esto porque lo que ella hace es recuperar desde la memoria, tal como hace Alfonso Cuarón en Roma, un espacio, (la comunidad de Peñalolén), una época (los años 80) y una experiencia donde su protagonista, una chica que está entrando a la adolescencia, se enfrenta desprevenidamente a su primer desgarro sentimental. Nada muy dramático ni heroico, nada que en principio pudiera alterar gran cosa la vida de esa comunidad y que, sin embargo, la quiebra a raíz de los déficits emocionales que arrastran los personajes. En la película hay muchos encuentros, fiestas, comidas, llegadas, conversaciones intrascendentes, gente que hace planes, que se junta, que se separa, que va y que viene. Y uno se pregunta cuándo empieza la película. Y viene a reparar quizás tarde que en realidad la historia hay que rescatarla no del flujo, no de lo que estamos viendo, sino de lo que va quedando.
Por supuesto, tampoco es una cinta que se entregue fácil. Muchos dirán que es una película muy bloqueada emocionalmente. Eso define a sus personajes. Ahora bien, es discutible si era necesario llevar este bloqueo a la propia estructura del relato. Porque el riesgo que toma la cinta es ése. Y lo paga caro porque las imágenes tienen, al menos para el público masivo, una densidad dramática muy inferior al trauma que siente su protagonista.