El talibán de la métrica en gloria y majestad
En el texto de Rafael Rubio, aunque la belleza de entonación oscura cubre buena parte de los poemas, también campean el humor y cierta predisposición juguetona e irónica al momento de componer versos.
Viernes Santo, el excepcional poemario de Rafael Rubio, permite establecer a primera vista el lugar de relevancia que le corresponde a su autor entre los poetas hispanoparlantes menores de 50 años. Sin embargo, para el lector común y corriente, esto viene a ser un detalle de poca monta si se compara con la fabulosa experiencia de transitar por una serie de escenarios, situaciones, recuerdos, plegarias y obsesiones que, por regla general, conducen a un único destino: el virtuosismo. Sea que hable con Dios en calidad de descreído, sea que se mofe de sí mismo, sea que les rinda homenaje a sus ancestros poetas, Rafael Rubio no cesa de deslumbrar a cada instante de la lectura. Suyo es el don de la palabra, suya la mirada impropia, suyo por lo tanto el reino de los poetas.
En apariencia, la voz del hablante es aquí casi siempre la misma. Esto no guarda relación con una proclividad a lo monocorde, por supuesto, sino que más bien induce a un misterio de difícil solución, sobre todo si consideramos que Rubio maneja con soltura recursos de muy diversas cataduras. La rima, la paya y los guiños a la cueca hacen que algunos poemas constituyan verdaderas exquisiteces criollas, mientras que en otros resalta la complejidad del lenguaje y de ciertas entonaciones rítmicas que indudablemente evocan al más sofisticado clasicismo. Y al medio de todo este alarde de versatilidad, surge un haiku: "De un árbol seco / cuelgan extraños frutos: / los ahorcados".
Evidentemente, la variedad de registros distinguible en Viernes Santo tiene algo que ver con el virtuosismo aludido al comienzo, pero si este llegase a nosotros desprendido de una honestidad visceral, nos quedaríamos sólo con la belleza del fruto intocado, no con la sangre tibia, chorreante y nutritiva de su pulpa. El autoescarnio queda ferozmente establecido a través de un poema en prosa titulado "Rafael". Allí, entre otras brutalidades, el hablante se acusa de "lucrar con la muerte del padre", o de ser un "Talibán de la métrica. Como si la poesía fuera el arte de contar con los dedos"; más adelante, agrega: "Vives de las migajas arrojadas por un cura de Patria y Libertad", y concluye en lo siguiente: "Yo que tú le hago caso al loco Lira. Nadie lamentará lo que se pierda. En Chile se venera a los suicidas".
Temas como el catolicismo popular, la pobreza, la enfermedad, las misas, los almuerzos familiares plagados de tías que se levantan las polleras "para que Dios les suba por debajo / como un rezo", se mezclan con invocaciones a la madre, al padre, a la muerte, con dilemas de compleja solución ("¿Qué cantará la greda cuando el cántaro sangre?") y con el ánimo de escepticismo general que suele traslucir cualquier inteligencia liberada de fatuidad: "Llamemos a la muerte, los pastores, / como a la loba vieja de la Duda. / Llamemos a la muerte, carniceros, / como a carne de culpa. / Pero la muerte es coja / y la vida, sunca, / ¡y morir es mañana y vivir es nunca".
Aunque la belleza de entonación oscura cubre buena parte de los poemas, por aquí también campean el humor y cierta predisposición juguetona e irónica al momento de componer versos. La invectiva dirigida a los académicos de este mundo, "que hacen dudosa la luz del día", es un buen ejemplo de ello. Aun así, Viernes Santo nos enfrenta a disyuntivas desafiantes, difíciles de asumir: "Porque todo dolor es un engaño / y todo acto de amor una mentira, / no hay dolor comparable a la verdad, / cuando de la verdad nace la ira".
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