Hay escritores ambiciosos, y está Pascal Quignard (1948). Sexto Piso ha publicado en dos volúmenes las casi mil páginas de Pequeños tratados (1990), un libro en el que, pese a su declarada intención de enfocarse de manera modesta y fragmentaria en las cosas al margen de la historia, el autor francés compone un fresco monumental en el que las "virutas" de lo esencial se convierten en lo verdaderamente esencial; ahora acaba de publicar su última novela, Las lágrimas (2016) -también publicada por Cuenco de Plata-, en una espléndida traducción de Silvio Mattoni; es un texto breve pero no menos ambicioso, pues a partir de la leyenda de los nietos gemelos de Carlomagno trata de nada menos que del nacimiento de la lengua francesa y de Europa.
Quignard procede por acumulación y no suele usar el camino más directo. Sus páginas recorren cuatro siglos de historia en la Alta Edad Media, pero Las lágrimas no es una tradicional novela histórica: aquí entran tanto las leyendas como las fábulas de animales, los grandes movimientos políticos como la microhistoria de una abadía. Hay un movimiento doble en el texto, de lo centrípeto -en torno a Nithard, el escriba en torno al que se condensa el nacimiento de la lengua francesa- y lo centrífugo -relacionado con Hartnid, el guerrero que no puede estarse quieto.
Una parte central gira en torno a la batalla de Fontenoy en el 841 y a las consecuencias políticas del juramento de Estrasburgo en el 842: se siembran las bases de la Europa actual. Pero eso es solo el punto de partida: a Quignard le interesa más ese momento en que la historia se convierte en símbolo. Es en Estrasburgo cuando "una extraña bruma" -"el azar de un origen"- se alza de los labios de Nithard: el paso del latín al francés. De ahí falta poco para el nacimiento de la literatura francesa, cifrado en el 881, cuando la cantilena latina a santa Eulalia es traducida al francés.
Si los gemelos le dan cierto orden a Las lágrimas, en la novela hay una tensión constante hacia el desborde, aquello que funciona por sí mismo y que Quignard recoge en momentos de quieta belleza: la mancha de Hugues el campanero, la historia del hermano Lucius y el amor a su gato ("al término de su vida, Frater Lucius había constatado que los humanos que no amaban a los gatos sentían todos, sin excepción, aversión por la libertad"), las leyendas en torno a las ranas -"La caja de concierto"- y los caballos. Quignard tiene una predilección por los prodigios, y cree que el presente no los recoge como en los tiempos antiguos no porque estos hayan desaparecido sino porque en el mundo moderno se ha perdido el encantamiento. El trabajo del escritor consiste en recuperar ese encantamiento: hay que narrar los milagros, como ese extraordinario viaje en el tiempo del hermano Lucius, que va al bosque a cortar leña, y cuando lo está haciendo escucha el canto de un mirlo que lo paraliza; al despertar se encuentra en la abadía, pero han transcurrido tres siglos (la leyenda literaliza una creencia antigua: "cuando el alma presta oídos a la voz de un pájaro es transportada al otro mundo").
Las lágrimas es esa historia desbordada por el mito, esa belleza que trasciende al tiempo.