Entre las virtudes más visibles de Game of thrones, una fundamental es que la mayoría de sus personajes transitan entre el bien y el mal, en una difusa línea moral de acuerdo al momento que enfrentan, como antes lo hicieron Los Soprano o Breaking bad. Se trata de una característica que se mantuvo desde la primera hasta su octava y última temporada, apelando a la empatía de los televidentes: nadie es tan bueno ni tan malo, sobre todo si las circunstancias obligan a cambiar de vereda.
Esa virtud quedó más expuesta que nunca a las críticas en el ciclo final, donde dos de los personajes más importantes dieron un vuelco. Por un lado Daenerys, la heroína, se convirtió en genocida luego de ver morir a su círculo cercano y perder la confianza en quienes creía; y Jamie Lannister, quien de villano transitó hacia la redención hasta que a último minuto optó por volver a sus orígenes y morir abrazado al amor de su vida, Cersei, la gran antagonista de la historia. Ambos giros enfurecieron a muchos, aún cuando parte de la fascinación por Game of thrones está en que nunca pareció darle en el gusto a los fanáticos y siempre se encargó de mostrar lo que nadie suponía que iba a suceder.
La última gran serie de la televisión lineal -un episodio a la semana, que obligaba a verlo a la misma hora, en días donde la gente se ha volcado al streaming- o la primera gran serie de los tiempos de las redes sociales -donde la gente comenta y da el efecto de que "estamos viendo todos lo mismo y al mismo tiempo"- ha bajado la cortina muy fiel a su espíritu: con una temporada de máximo entretenimiento, visualmente sobresaliente, de momentos sobrecogedores (esa conversación junto a la chimenea y justo antes de la batalla contra los muertos, la irrupción de Arya para matar al Rey de la Noche o los zombies saliendo de sus criptas mientras Sansa y Tyrion buscan consuelo) y matizando capítulos de guerra con otros pausados. Al contrario de fenómenos tipo Lost, acá todos los nudos dramáticos se resolvieron, más allá de si fueran del modo que uno quería o no, y siendo fiel también a su ADN de rehuir de los cliché y los finales felices.
Mezcla de géneros -fantasía, bélica, zombies y terror-, con inspiraciones tan disímiles como las telenovelas y Shakespeare, el legado que deja Game of thrones para la televisión es enorme. Desde ya un clásico, la obra maestra más popular de la última década -hay que ubicarla junto a Mad men, Breaking bad y The americans, aunque a algunos les moleste- deja tras sí numerosos capítulos excepcionales ("La boda roja", "El portón", "La batalla de los bastardos", "Casa austera" y "Vientos de invierno", el mejor de todos), frases icónicas ("Winter is coming", "Valar Morghulis", "Not today", por nombrar tres); el arrojo de matar a protagonistas sin hacer cálculos de rating; la mezcla que rara vez se logra entre calidad y masividad (ha roto récords de sintonía y es la serie dramática más premiada en la historia de los Emmy) y un modo de hacer ficción que ha elevado la vara: se puede hacer TV con aspiraciones autorales que lleguen a mucha gente.
En la historia de las series estadounidenses, son contados con los dedos de una mano las ficciones que han logrado conservar su calidad durante ocho temporadas. Podremos discutir si su final ha estado a la altura de nuestras expectativas (Cersei, la Lady Macbeth de Game of thrones, pudo tener una muerte más grandilocuente; Jon Snow debió tener más protagonismo), pero su octavo ciclo se instala cómodamente como lo mejor del primer semestre y hay que ser justos: una relación de nueve años -contando que en 2018 hubo una pausa- hay que evaluarla por su totalidad y no por cómo termina. Y en el escenario televisivo actual no hay ninguna que se le acerque ni por asomo. Literalmente viene el invierno.