Le llamaron el "Chéjov de los suburbios", debido a las temáticas de sus relatos, donde ilustró a la clase media de los Estados Unidos post Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, John Cheever, nacido el 27 de mayo de 1912, en Quincy, Massachusetts, nunca se sintió como un cronista de su tiempo.
"En mis cuentos suelo evitar cualquier tipo de alusión histórica, como guerras o depresiones económicas. En Crónica de los Wapshot, que abarcaba cuarenta años, me las arreglé para saltarme un par de guerras", dijo en una conversación.
En una entrevista que concedió para The Paris Review, Annete Grant le consultó cómo observaba las temáticas que desarrollaba. Cheever respondió: "Lo que me gusta es cuando me llegan asuntos totalmente disparatados. Por ejemplo, estaba sentado en un café leyendo una carta con la noticia de que una ama de casa aburrida estaba en la primera línea de un club de desnudos. Mientras lo leía, podía oír a una mujer inglesa regañando a sus hijos: 'Si no lo haces, cuento hasta tres' decía. Cayó una hoja de un árbol que me recordó que era otoño y que mi esposa me había dejado y estaba en Roma. Ahí estaba mi relato. Tuve una experiencia equivalente con el final de 'Adiós, hermano mío' y 'El marido rural'".
En la misma conversación, Grant le consulta si se siente parte de algún tipo de tradición de las letras estadounidenses. Cheever señaló: "No. De hecho, no puedo pensar en ningún escritor norteamericano que pueda ser clasificado como parte de determinada tradición. Ciertamente, no se puede meter a Updike, a Mailer, a Ellison o a Styron en una tradición. La individualidad del escritor nunca ha sido tan intensa como lo fue en Estados Unidos".
-Bien, ¿piensas en ti como en un escritor realista?
-Tendríamos que ponernos de acuerdo sobre a qué nos referimos antes de hablar de definiciones como ésas. Las novelas documentales, como las de Dreiser, Zola, Dos Passos –pese a que no me gustan- pueden, creo, ser clasificadas de realistas. Otro novelista documental es Jim Farrell; de alguna manera, Scott Fitzgerald también lo era, pese a que si pensamos en él de esa manera, humillaríamos lo que mejor hizo… o sea, tratar de ofrecer una imagen de un mundo que era muy particular.
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El periodista y escritor chileno, Diego Zúñiga analiza algunos elementos del estilo de John Cheever. “En su escritura hay ciertas imágenes que se escapan a la tradición de los norteamericanos que escriben de los suburbios. Imágenes más oníricas, o más surrealistas que están cristalizadas en un cuento como ‘El nadador’. Es un cuento muy particular y se mezcla muy todo esto que te estoy diciendo: un relato muy crítico de la clase media norteamericana, de los suburbios, esa infelicidad que se esconde detrás de lugares tan limpios y bien iluminados”.
El autor de Niños héores, agrega: “Detrás de todas esas familias que parecen muy perfectas, el proyecto de Cheever indaga en esa fisura, pero estéticamente me parece muy interesante porque se distancia de un estilo más cercano a Hemingway o a Scott Fitzgerald y convierte algo muy personal en algo que no tiene grandes descendientes. Es raro pensar en quién viene de John Cheever”.
-¿Y Raymond Carver?
-Entre Carver y Cheever hay algo que los une, ¿no? Pero me parece que esas imágenes más desquiciadas y más poéticas de John Cheever no se encuentran ni en sus contemporáneos ni en los que vienen, y eso lo hace particular.
Al ser consultado sobre la denominación de "Chéjov de los suburbios", Zúñiga indica que Cheever es mucho más que eso. "Son etiquetas con las que tratan de reducir la figura a algo muy concreto, y creo que se escapa de ser simplemente el 'Chéjov de los suburbios' (...) Es una etiqueta que, supongo, busca describir a alguien que efectivamente logra retratar un lugar como los suburbios norteamericanos, que lo logra obviamente, pero su proyecto es mucho más complejo, mucho más ambicioso de lo que busca esa etiqueta".
El escritor iquiqueño agrega un detalle importante. "Se complejiza esa mirada sobre todo cuando uno lee los diarios. Tu te das cuenta que detrás de ese escritor, detrás de esa mirada crítica y muy fina sobre esos suburbios hay un personaje con una cantidad de demonios muy grande".
Bisexualidad
Los demonios a los que hace referencia el autor de Camanchaca, son de índole sexual, y tienen que ver con una no asumida condición de bisexual por parte del oriundo de Quincy. Es en sus Diarios (2018 [1991], Penguin Random House) donde, según Zúñiga, esta lucha interna aflora con dramatismo.
"Los diarios de Cheever son una cosa extraordinaria, son un material muy, muy fino, muy doloroso por momentos. Todo ese mundo interior no resuelto que había en Cheever obviamente que se traspasa a lo que quiere retratar. Siempre hay fisuras, siempre hay algo que no termina por cuajar. De alguna manera los diarios siempre están hablando de él, de alguien que no encuentra su lugar en el mundo", asegura.
Blake Bailey, quien escribió la biografía John Cheever: una vida, es categórico al tratar el tema de la bisexualidad del autor de "Reunión", en entrevista con revista Ñ: "La verdad, ocultada durante toda su vida, es que Cheever era un angustiadísimo bisexual con inabarcables apetitos sexuales".
En el prólogo de las Cartas (2018 [1988], Penguin Random House) su hijo Benjamin se extiende al respecto. "La revelación más difícil para mí, como hijo suyo, fue hasta qué punto mi padre era homosexual[…]Mi impresión es que el engaño constituía una parte esencial de su carácter. Además, sus impulsos homosexuales nunca eclipsaron los heterosexuales".
Los cuentos
Cheever escribió principalmente novelas y cuentos. En este género publicó las obras Cómo viven algunas personas: un libro de cuentos (1943), La enorme radio y otras historias (1953), El ladrón de la casa en Shady Hill y otras historias (1958), Algunas personas, lugares y cosas que no aparecerán en mi próxima novela (1961), El brigadier y la viuda del golf (1964), El mundo de las manzanas (1973), Cuentos (las historias de John Cheever), (1978). Este último ganó el Premio Pulitzer, en 1979.
Fue como cuentista donde alcanzó su mayor expansión como autor. "Creo que evidentemente los cuentos son el género donde consiguió sus aciertos más contundentes (…) es donde brilla de una manera muy particular y lo diferencia de los otros escritores de su generación", señala Zúñiga.
El escritor nortino da cuenta de un elemento clave: la densidad de sus textos. "La facilidad que tenía para construir historias con muchas capas, para ir volviendo más denso un relato, que se prestan para muchas lecturas. Los cuentos de Cheever no se leen solo una vez en la vida, siempre se puede volver a ellos y encontrar algo nuevo".
En la citada entrevista con Grant, Cheever confiesa cómo trabajaba sus relatos. "No trabajo a partir de tramas. Trabajo con la intuición, la aprensión, los sueños, los conceptos. Los personajes y los sucesos me llegan simultáneamente. La trama implica la narrativa y un montón de basura. Es un intento calculado de atrapar el interés del lector al punto de que piense en ello como una convicción moral. Claro, uno no quiere aburrir… se necesita un elemento de suspenso. Pero la narrativa es una estructura rudimentaria, tan rudimentaria como un riñón".
Muchos de sus cuentos aparecieron en la prestigiosa revista The New Yorker. Según su biógrafo, Blake Bailey, eso fue clave en la formación de su estilo. “Escribir para The New Yorker le impuso una disciplina a Cheever. Especialmente el New Yorker de los años 30 y de los 40. De la camada de Irwin Shaw, por ejemplo... Eso de escribir como Chéjov, de escribir diálogo elíptico donde nada se refiere al punto central del cuento. Eso de no escribir un principio, medio y final tradicional sino tomar un momento específico, un detalle de la vida y dejarlo resonar”.
Bailey agrega: “Pero Cheever evolucionó de ese modelo. Cuando por frustración se salía de ese formato escribió sus mejores cuentos, como ‘Adiós, hermano mío’ o ‘El marido rural’. Y siempre le sorprendía cuando The New Yorker aceptaba esos cuentos. Porque estaba luchando contra las restricciones del género. Finalmente, cuando comenzó a hacer cosas realmente extrañas y surreales, ya en ese momento rechazaron su trabajo en The New Yorker. Pero ya a esa altura Cheever pudo tener la última palabra porque era lo suficientemente famoso como para vender su trabajo a otras revistas”.
John Cheever no terminó la escuela y no siguió en la educación superior formal. Se dedicó a trabajar. Sin embargo, algo que influyó en su formación fue la lectura, eso hizo que en definitiva adquiriera un bagaje suficiente para ser escritor.
“No soy un erudito. No me arrepiento de esta falta de disciplina, pero sí admiro la erudición de mis colegas. Claro, tampoco soy un desinformado. Eso puede ser producto de que me crié en los coletazos finales de la cultura de New England. Todos pintaban, escribían y en particular, leían; era un medio de comunicación bastante común y aceptado a finales de esa década. Mi madre se vanagloriaba de haber leído Middlemarch trece veces; yo diría que no era cierto. Es algo que podría tomarte toda una vida”, señala el autor de Falconer, en la conversación con Anette Grant.
Si se compara la extensión promedio de los cuentos de Cheever con los de otros autores, el lector puede advertir que no son tan breves. "Es la particularidad de Cheever. Muchos de sus mejores cuentos hay un aliento de novela contenida. Son relatos que podrían haber sido una novela pero que en el fondo Cheever los resuelve en menor distancia y hace que se condense mucha experiencia y sentido en muchas menos páginas de lo que sería una novela y el efecto que produce eso es realmente muy especial", afirma Diego Zúñiga.
Las novelas
John Cheever también escribió cinco novelas. Crónica de los Wapshot (1957), El escándalo de los Wapshot (1964), Bullet Park (1969), Falconer (1977) y ¡Oh, esto parece el paraíso! (1982).
Sobre este género, Cheever señaló en la citada entrevista: "La novela es un medio de comunicación muy preciso en el que muchísima gente encuentra más respuestas que no puedes encontrar en las cartas y los diarios".
De todas sus novelas, manifestó que nunca quedó conforme con el resultado de la segunda. "El escándalo de los Wapshot fue diferente. Nunca me gustó mucho el libro y cuando se imprimió, yo estaba en baja forma. Quería quemarlo. Despertaba por la noche y oía la voz de Hemingway –en realidad nunca escuché su voz, pero definitivamente era la suya- diciéndome, 'Esta es una agonía menor. La gran agonía llega más tarde'. Me levantaba, me sentaba en un brazo de la bañadera y fumaba como una chimenea hasta las tres o cuatro de la madrugada. Una vez le juré a los oscuros poderes que veía en la ventana que nunca, nunca intentaría ser mejor que Irving Wallace", afirma.
Sin embargo, con Bullet Park la cosa volvió a encarrilarse: "Hice exactamente lo que quería: un reparto de tres personajes, un estilo de prosa simple y resonante, y una escena en la que un hombre salva a su querido hijo del fuego. El manuscrito se recibió con entusiasmo en todas partes, pero cuando Benjamín DeMott lo dejó fuera del Times, todos recogieron sus cosas y se mandaron a mudar. Es simplemente una cuestión de mala suerte con el periodismo y de sobrestimación de mi potencial. De todas formas, cuando acabas un libro, cualquiera sea su recepción, existe un cierto desplazamiento de la imaginación", relató Cheever en la charla con Grant.
"Hay novelas que me gustan más, otras menos. Falconer, que es la de la cárcel, me gustó mucho", afirma Diego Zúñiga.
¿Qué leer de John Cheever?
El autor de Racimo recomienda la antología La geometría del amor, cuentos de Cheever compilados por Rodrigo Fresán (2002, Emecé). "Es una selección muy precisa, una muy buena entrada al universo de John Cheever".
Además, sugiere el tomo Cuentos, de Penguin Random House. “Ahí hay un par de cuentos que me parecen al menos imprescindibles, ‘El marido rural’, ‘El ángel del puente’, y hay un cuento chiquito muy bueno llamado ‘Reunión’”.