Por Juan Miguel San Cristóbal, Ciudad de México. Fotografías: Carlos Juica
En abril, días después de tocar en el festival estadounidense Coachella y días antes de cumplir 36 años, Monserrat Bustamante extendió un lazo con su público al hablar a través de Instagram de su depresión. Otro gesto que la intenta exhibir como un ser normal, tal como antes fue cantar en el exterior de un museo o mantener sus redes sociales en primera persona. Así, abriendo el corazón y cortando su pelo, luego de recibir aplausos en uno de los festivales más importantes del planeta y de enfrentar a los haters que criticaron su versión en ese show para "New rules" de Dua Lipa -básicamente porque miraba su celular para interpretar la letra-, Mon Laferte se enfrentaba a un reto mayor.
Bastante más que sortear comentarios ponzoñosos por la web o decir presente en un evento enclavado en pleno desierto californiano: el 14 de mayo, la chilena se presentó en el Auditorio Nacional de Ciudad de México, el más relevante de la ciudad, trampolín esencial para toda figura que quiere graduarse de astro en ese país y un buen barómetro para descifrar quién es el público que hoy la sigue por esas latitudes. ¿Es el mismo que llora y se estremece con su cancionero en Chile? ¿Su fama se mantiene intacta en el lugar que escogió para impulsar su carrera hace más de una década?
En las horas previas a ese trance estelar, asoma imponente a la vista el Auditorio, ese coloso de concreto rosa que cierra el Parque Chapultepec, ahí al inicio de la Avenida Reforma, donde la sola estación del metro tiene un flujo de 50 mil personas al día. Al acercarse, aparece otra imagen que también se impone, la de la propia Laferte en los afiches del recinto; una impronta que se adhiere a fuego al sentimiento popular del país, a una música mexicana que siempre espera la irrupción de una voz femenina decidida y turbulenta. En una tierra de machismo, la desilusión y el amor casi caminan de la mano, y su lírica bien representa un carácter distinto, mucho más fresco y renovado.
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Fotografía: Carlos Juica[/caption]
Juntos y separados
Las jóvenes son mayoría entre las diez mil personas que repletan el foro. Adolescentes, quinceañeras y veinteañeras que en muchos casos no llegan solas: en las afueras, mientras el concierto empieza su marcha y como si se tratara de una suerte de pijama party, sus propios padres las esperan para luego irse con ellas de vuelta a casa, en viajes extensísimos de dos horas o más, en el último metro, en la última micro, en lo que venga a esa hora. Esto es Ciudad de México: ese coloso de expansión casi inabordable donde cualquier distancia agota, cansa y noquea.
Sobre todo considerando que acá sus seguidores vienen de todos los rincones geográficos. Desde los vecinos de la exclusiva colonia Polanco hasta los extramuros en Ecatepec, hay "chilangos" de la capital y otros que viajaron desde muy lejos, desde zonas populares que se distancian en exceso del centro. En la nación norteamericana, la ex Rojo ha construido un culto transversal.
También hay familias completas y hasta una fanaticada inesperada. Un bus se detiene y cincuenta abuelitas bajan a disfrutar aquí de su paseo anual en el espectáculo de la cantautora. Pero, al interior del recinto, las diferencias quedan sepultadas, y el coro femenino es único y ensordecedor.
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Fotografía: Carlos Juica[/caption]
En todos los formatos
Afuera tampoco existen grietas socioeconómicas o de edad. Miles de mujeres se mueven sobre las escaleras, casi todas luciendo un cintillo de rosas rojas que hace de la masa un ejército uniforme, un accesorio del que nadie escapa. El mercado informal y pirata no escatima, y cada puesto posee un parlante chillón al costado, mientras los comerciantes ofrecen música de la chilena en todos los formatos imaginables, en MP3, DVD, CD o compilados de YouTube.
"¡Elija usted a diez pesitos, solo a diez!", según reza el grito que sirve como anzuelo. En los conciertos en el DF (ahora rotulado como CDMX), el mercado no oficial es casi siempre un manjar para los fanáticos, con cuadras y cuadras del merchandising más diverso e insólito, con productos para todos los gustos, de todos los tamaños, colores y formas posibles. Laferte no escapa a esa enorme industria paralela.
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Fotografía: Carlos Juica[/caption]
Sudor y lágrimas
Volvamos al interior del recital. La propia artista acusa recibo del fervor y agradece a la audiencia: "no es fácil estar aquí, pagar una entrada, comprarse la merch oficial, y también la pirata", admite, para luego devolver el golpe e incluir una canción pedida mil veces en sus redes.
"Vamos a tocar una que no tocamos mucho, me ayudan si se me olvida", dice al presentar Bonita, composición que en sus performances no sonaba hace casi dos años.
¿Otra sorpresa? Un hito, más bien: canta "Mi buen amor", con el español Enrique Bunbury de invitado. La voz de Héroes del Silencio tiene en México un arrastre gigante, es admirado casi como divinidad, y aquí interpretan por primera vez en vivo este registro salido del penúltimo trabajo de la viñamarina, La trenza (2017). También sube El David Aguilar -cantante mexicano de fuerte ascenso en los últimos años- para tocar "Si alguna vez". Justo una semana antes de esta serie de colaboraciones en escena, Laferte subió al escenario del Frontón México para cantar "El amor después del amor" junto a Fito Páez.
Y la propia banda de la mujer de "Amor completo" está lejos de ser un detalle accesorio. Con ocho músicos más la batuta de Manu Jalil, el grupo incluye algunos chilenos: están Rulo (Los Tetas) al bajo; Sebastián Aracena (Silvestre) en la guitarra; y Natalia Pérez (Cancamusa) en batería. Ese día, todos aparecieron con traje gris: la propia cantante ha dicho que "les elige hasta los calcetines".
En el repertorio en vivo, pasan "Tormento", "Antes de ti" y "No te me quites de acá". Luego el ritmo llega con la salsa de "Por qué me fui a enamorar de ti" y "Ronroneo", y de ahí el recorrido como un tobogán incluye bachata, boleros, cumbia villera, rumba, mambo y ska en un engranaje muy pop. En la mitad del set, la artista aparece entre el público para interpretar Cielito de abril en guitarra.
Como dicta la lógica, todos los celulares de las presentes la atacan y se posan cerca de ella como si fuera un enjambre incontrolable. Luego es el turno para otra invitada, Natalia Lafourcade, y el auditorio se viene abajo.
Termina el bis con "Mi buen amor" (esta vez sin Bunbury) y la ovación es cerrada, el público retribuye a la artista con frenesí. El show ha terminado, el Auditorio Nacional ya es prueba superada.
Tras la cortina, el equipo se abraza con la sensación de misión cumplida. La cantante confidenciaba días atrás que intenta no llorar en los conciertos; pero a ratos, como en este, solo reír pudo disfrazar algunas lágrimas y la voz cortada. Un asunto es no llorar para Monserrat; otro es llenar el Auditorio para Mon Laferte.