¿Cuál es el costo de las mentiras?
Hay una explosión, una catástrofe nuclear de proporciones impensadas, una ciudad que no será nunca más una ciudad, una vida, cientos, miles de vidas que tendrán que torcer su camino y buscar un futuro en cualquier parte, lo más lejos posible, se espera, de ese reactor nuclear que explota, exactamente, a las 1:23 con 45 segundos del 26 de abril de 1986 y convierte a Chernóbil en una palabra radioactiva, contaminada, oscura.
Cuando empieza el primer capítulo de Chernobyl (HBO), probablemente quien mira esos minutos iniciales no sabe cuáles son esas mentiras, cuál es el costo de esas mentiras anunciadas por una voz, la voz de Valery Legasov, el científico que se hará cargo del control del desastre nuclear. Hay una verdad, una explosión, una catástrofe nuclear, pero aún no hay mentiras. Y también hay una voz que se apaga a los pocos minutos de comenzar todo.
Hay una verdad, habrá mentiras, y hay un voz.
O quizá hay más verdades, y habrá muchísimas mentiras y también muchísimas voces.
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"Nunca dejamos de hablar del sufrimiento… Es nuestra vía de conocimiento. Los occidentales nos parecen gente ingenua porque no sufren como nosotros. Tienen medicinas para curar cualquier pupa. Nosotros, en cambio, sufrimos el Gulag, llenamos de cadáveres los campos durante la guerra y descontaminamos la tierra de Chernóbil con nuestras propias manos desnudas… Y henos ahora aquí sentados sobre las ruinas del socialismo. Parece el paisaje después de una batalla. Tenemos la piel bien curtida; estamos tan machacados… hablamos nuestra propia lengua, la lengua del sufrimiento".
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En El fin del "Homo sovieticus", quizás el libro más complejo y ambicioso de la premio Nobel Svetlana Alexiévich —es decir, el que registra no solo los testimonios de los protagonistas de una tragedia (la tragedia que significó para miles el fin de la Unión Soviética), sino también el que busca comprender un proceso político y social de una envergadura mayor, y lo logra de forma asombrosa—, encontramos un puñado de voces que, desde las ruinas de un proyecto, recuerdan. Es aquel ejercicio el que va a constituirse como la materia central de los libros de Svetlana Alexiévich: la memoria personal convertida en un relato político, la historia del sufrimiento narrada por una lengua única, esa lengua que captura Alexiévich con su grabadora y que muchos descubrieron al leer su libro más importante, Voces de Chernóbil (Debate), ese que fue imprescindible para construir la serie que —para Hispanoamérica— termina hoy viernes.
"No hay manera de que me salga lo que quiero decir. No con palabras", le explica Liudmila Ignatenko a Svetlana Alexiévich en el relato que abre Voces de Chérnobil. Liudmila, mujer de un bombero que irá esa misma noche del accidente a apagar el incendio en la central —y que morirá poco tiempo después producto de la radiación—, será otro de los personajes que veremos en pantalla en los primeros minutos de la serie. Es una escena tan memorable como terrorífica: ya es de noche, ella sale del baño y vemos por la ventana de su departamento una luz: acaba de explotar el reactor nuclear. Vemos esa luz y luego de unos segundos llega el sonido de la explosión: la pareja se acerca a la ventana y observa, desconcertados, lo que está ocurriendo. Es una imagen bellísima —las luces de colores en medio de la oscuridad de esa noche soviética— y al mismo tiempo terrible.
Así empieza Chernobyl: con una voz que nos advierte de las mentiras, con una imagen que aquella joven pareja ve desde su ventana.
En el inicio quizá radica uno de los mayores aciertos de la serie creada por Craig Mazin. Pero eso solo lo sabremos al final, después de ver el último capítulo.
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"¿Recordar? Puede que lo que haga falta es apartar de uno los recuerdos. Alejarlos. Yo no he leído libros así. Ni he visto películas. En el cine he visto la guerra. Mis abuelos recuerdan que ellos no vivieron su infancia, sino que vivieron la guerra. Su infancia es la guerra, y la mía, Chernóbil. Soy de allí —le dice Katia P a Alexiévich. Y luego agrega—:
Por ejemplo, usted escribe; pero lo que es a mí ningún libro me ha ayudado, me ha hecho entender. Ni en el teatro ni en el cine. Yo me intento aclarar sin ellos. Yo sola. Todas las penas las padecemos nosotros mismos, pero no sabemos qué hacer con ellas. Esto no puedo entenderlo con la razón.
Mi madre, sobre todo, no sabía qué decir. Da clases en la escuela de lengua y literatura rusa y siempre me ha enseñado a vivir como mandan los libros. Y de pronto resulta que no hay libros para esto. Mi madre se sintió perdida. Ella no sabe vivir sin los libros. Sin Chéjov, sin Tolstói.
¿Recordar? Quiero y no quiero recordar (…). Si los científicos no saben nada, si los escritores no saben nada, les ayudaremos con nuestra vida y nuestra muerte. Así lo cree mi madre. Yo quisiera no pensar en esto, yo quiero ser feliz. ¿Por qué no puedo ser feliz?".
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Una novela que se llama Cuaderno de Pripyat (Entropía), de un escritor argentino contemporáneo, publicada en 2012. Una novela rarísima, de Carlos Ríos, que imagina una historia en aquella ciudad abandonada tras el desastre de Chernóbil. Un sobreviviente, Malofienko, vuelve a la ciudad donde falleció toda su familia producto del accidente nuclear, muchos años después. Era un recién nacido cuando lo ayudaron a escapar de la radiación, pero no ha dejado nunca de pensar en ese lugar, en esa familia, en ese accidente que lo lleva a esa ciudad abandonada.
Es una novela breve y genial donde se encuentran muchas voces, historias, imágenes: "En las paredes de la ciudadela se escriben los apellidos de los jóvenes disueltos por la garra radioactiva: Hodiemchuk, Kordyk, Yuszczuk y Telyatnikov. Todos en Ucrania los conocen, saben cada detalle de sus vidas, a pesar de los mármoles sustraídos de plazuelas y mercados. Son el equivalente a los Niños Héroes mexicanos: una pandilla fatal. Que estén fuera de los manuales de historia no significa la clausura de su ejemplo. Más tarde le dirá en un email a Fridaka, su-casi-novia-en-Oslo: 'Esos espíritus, víctimas de la radiación, tan tuyos como míos'. A no equivocarse, Malofienko: a la verdad hay que leerla en el movimiento de los labios. Ahí, donde la lengua escribe nuestros, también se lee tantu yosco momios".
La novela abre con dos epígrafes: uno del escritor ucraniano Yuri Andrujovich —novelista y ensayista que ha escrito sobre Chernóbil—, quien logra en una frase condensar todo lo que siguió a la catástrofe: "Le temíamos al viento, a la lluvia, al césped verde y fresco, a la luz y al agua que bebíamos".
El otro epígrafe es de un cuento deslumbrante del argentino Juan José Saer, titulado "Lo visible". Un relato distópico, de solo un par de páginas, en las que el santafesino —que muy pocas veces escribió de un lugar que no fuera su ciudad natal— toma la voz de un viejo que después del desastre decide volver junto a otros viejos. En ningún momento del cuento, Saer menciona la palabra Chernóbil, pero basta leer solo unas líneas para saber dónde estamos: "A treinta kilómetros de la planta, una semana, quince días después del incendio y de la explosión del reactor, estaba prohibido quedarse y hasta pasar por ahí aunque más no fuese rápidamente, pero poco a poco la vigilancia se fue relajando y al mes nosotros, los viejos, nos dimos cuenta —y lo comentábamos riéndonos— de que a los jóvenes lo que los había hecho emprender la fuga no era tanto el miedo como la esperanza, eso de lo que nosotros, desde hace cierto tiempo, ya estamos al abrigo (…). Después de tantos años de venir sobreviviendo, ya estábamos habituados a sentir cómo desde lo oscuro la punta de lo invisible taladraba el tiempo y las cosas".
Dos argentinos, muchos años después del desastre de Chernóbil, imaginan el regreso a aquel lugar devastado. Se entregan a la ficción y especulan, desde el futuro, con el retorno a un lugar imposible, a un tiempo que ya no existe.
En ese punto medio en el que la ficción se cruza con la realidad —las voces de Alexiévich, por ejemplo–, ahí, me parece, se ubica una serie como Chernobyl. Con un nivel de documentación admirable —que se refleja en todos los detalles posibles: la ropa, las costumbres, el paisaje, los colores, la luz, incluso el lenguaje (aunque hablen en inglés británico)— y con un trabajo visual que hace brillar las actuaciones de Emily Watson, Jared Harris y Stellan Skarsgård, en una historia que no dejaba de ser una apuesta arriesgadísima por parte de HBO, sobre todo pensando que era la ficción que siguió a esa máquina desbordada que fue Game of Thrones. Por supuesto que no hay comparación en términos del número de seguidores, pero sí existe esa continuidad y HBO logró instalar Chernobyl como una serie que pareciera que hoy todo el mundo está viendo o que debiera estar viendo. Es decir, pasaron de una serie que volvió paranoico a muchos de sus seguidores con todo el tema de los spoilers y las construcciones dramáticas, a una historia más o menos conocida por todo el mundo, pero que descubrimos, en el camino —y ahí radica parte de su genialidad—, que realmente no teníamos idea de lo que pudo haber pasado: no sabíamos la verdad y tampoco las mentiras.
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Cuando uno termina de ver el quinto capítulo, el último, quizá tampoco sepa completamente la verdad ni las mentiras. Y probablemente no importa: es una ficción. Trabaja con materiales de la realidad, sí, pero es una ficción, una miniserie filmada con sobriedad, sin mayores quiebres visuales ni narrativos, que a ratos se permite ciertas derivas —personajes secundarios que logran retratar a esas cientos de historias que protagonizaron este relato mayor—, pero es eso y solo eso: quizás ni tan deslumbrante como se ha querido plantear en estas semanas. Está lejos, creo, de ser una obra maestra del género y de todas esas hipérboles que han circulado, pero lo cierto es que refleja de manera muy contundente parte del interior de un sistema descompuesto.
"¿Cuál es el costo de las mentiras?", se preguntaba al inicio de la serie Legasov, y la respuesta está desplegada en estos cinco capítulos que probablemente se disfruten de otra manera si se ven de corrido: una maratón de una historia terrorífica pero llena de humanidad.
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Había una verdad, muchas mentiras, muchas voces y un comienzo. Y en ese comienzo, vemos la explosión del reactor desde la ventana del departamento de aquella pareja entrañable que terminará rota. La explosión en una suerte de fuera de campo: luego, la cámara nos llevará a la central y al caos y a la energía descontrolada. Pero no veremos cómo ocurrió esa explosión, qué decisiones llevaron a que aquello imposible —la explosión de un reactor nuclear— sucediera.
Todo eso lo escucharemos y lo apreciaremos solo al final de la historia.
Y esa decisión narrativa le dará una fuerza de sentido, una densidad, que convierte a ese último capítulo en un cierre a la altura de un relato tan memorable como terrible: una catástrofe con un amargo y metálico sabor de Apocalipsis.