Días atrás la escritora argentina Mariana Enríquez adujo en este medio que si de ella dependiera, no dudaría en darle el Nobel de Literatura a Stephen King. Enríquez cultiva el género de lo macabro y, por ello mismo, admira la obra y la figura del popular autor estadounidense, a quien además considera un mentor. Yo leo a King desde niño, desde que mi padre me heredó su pasión por la literatura de terror, y la opinión de Enríquez, vista ahora al revés y al derecho, no me parece tan descabellada. Sin embargo, serían multitudes las que se opondrían con histeria a esta candidatura, pues todavía persiste la noción de que el Nobel no es merecimiento para un escritor bestseller.
La idea es tan desinformada como estúpida. Al momento en que se suicidó en 1942, Stefan Zweig era probablemente el autor más leído del mundo. No obtuvo el Nobel, es cierto, pero la omisión pesa como grillete con cadena y bola entre los innumerables yerros de la Academia Sueca. Por lo demás, volviendo a King, ya vendría siendo hora de poner distingos entre él y sus presuntos pares: un escritor que induce en el lector ese pánico que en cualquier instante puede desencadenar convulsiones merece sumo respeto. Cerrar un libro y apagar enseguida la lámpara del velador suele ser una maniobra simple, cotidiana, aunque el acto cobra un sentido inquietante si se trata de un libro de Stephen King: el riesgo de enfrentar una duermevela frenética, tortuosa, sin desenlace asegurado, es razón suficiente para despertar con la lámpara encendida y el volumen aplastándote la cara.
King reina en un par de géneros complejos y distintos, ya que no es lo mismo articular una novela de terror que un cuento espeluznante. Así lo explica él en un libro publicado hace casi 20 años, en donde demuestra una envidiable destreza para divagar con soltura, profundidad e inteligencia en torno al acto de escribir. Estoy seguro de que si no fuera por la horrísona traducción española de Mientras escribo (On Writing), muchos de nuestros autores superventas, los de segunda y tercera categoría, y buena parte de los académicos de semejante calado, se habrían visto beneficiados con la sabiduría, la modestia y el oficio del mismo King al que, dado el caso, le negarían el Nobel.
El género de terror produce anualmente una cantidad de basura asombrosa. Pero ésa no es la razón de que El misterio de Salem's Lot (1975), la segunda novela de King, haya envejecido con tanta majestad. Algo similar podría decirse de It, publicada en 1986 y denigrada hace poco por medio de una película infame. King, un tipo versátil, puede fácilmente prescindir del vampiro o del extraterrestre para perturbar al lector. En 2011 publicó en The Atlantic uno de sus mejores cuentos, una historia magistral, pavorosa, sobrecogedora. Se titula "Herman Wouk todavía vive" y expresa la tremenda compasión del autor hacia quienes estiman, con motivos de sobra, que la vida no es otra cosa que una horrible maldición.
El relato transcurre en Maine, el gélido estado que conforma el extremo noreste de Estados Unidos. Allí reside King en un pueblito llamado Bangor, lugar que visité a principios de 2011. A pocas cuadras de su casa, una vistosa mansión victoriana, existe una pequeña plaza con juegos infantiles adonde me bajé del auto a fumar un cigarrillo. Recién había parado de nevar y el aire mismo parecía haberse congelado, pues no corría ni pizca de viento. Sin un alma alrededor, el silencio se percibía incómodo. De pronto un chirrido metálico, luego un columpio meciéndose sin razón aparente y finalmente la huida. Juro que todo ocurrió en ese orden.