Nunca nada estuvo menos claro que hoy. O esa es la sensación que parece abundar en quienes ahora tienen más o menos de treinta años. ¿Somos por fin adultos, somos todavía jóvenes, o somos eso que nadie jamás quiso ser: un adulto joven? Una pregunta que apenas suele ser la primera de una avalancha de dudas, todas sin respuesta, que caen como agua sucia sobre los famosos millenials, una generación despreciada y depreciada, convocada a disfrutar de la abundancia de recursos y la libertad de posibilidades, pero al final forzada a la imposibilidad de un futuro, a construirse un camino propio que además no irá a ninguna parte, sin mucho más consuelo frente a este desamparo llamado capitalismo tardío que pedir comida por Rappi mientras pasan una tras otra las series en Netflix frente a los ojos cansados.

Justamente una serie, y justamente de Netflix, refleja con gracia y precisión ese momento de la vida –que actualmente llega a esa edad, los malditos treinta– en el que la sociedad, la familia, el sistema o incluso el cuerpo te pide asumir responsabilidades, tomar riesgos, asentar cabeza y darle cauce a tu destino –ojalá con contrato fijo, cotizaciones en los últimos doce meses y sin dicom.

Su nombre es Tuca y Bertie, una especie de sitcom animada creada este año por Lisa Hanawalt, productora y artista detrás de Bojack Horseman, y que recrea a través de dos pájaras treintañeras la angustia del paso a la adultez humana.

Una es Tuca, una tucán que vive el día a día, con trabajos esporádicos, siempre de fiesta en peto y hotpants, cuyo lema existencial es "nada le pertenece a nadie". Parece sólo necesitarse a ella misma, aunque no deja de pedir la atención de Bertie, su mejor amiga y vecina, una zorzal insegura, preocupada y protocolar, empleada como informática en una gris oficina editorial.

Ambas viven en Avelandia, una ciudad lisérgica habitada por animales antropomórficos, donde los edificios tienen tetas, los carros del metro son serpientes y los lagos son de mermelada. La presión por sobrevivir y definirse, eso sí, es la misma que en cualquier metrópolis occidental.

Y mientras Bertie se ve agobiada entre querer consolidar la relación con Speckles, su pololo y conviviente, empoderarse como mujer en un grupo feminista, ascender en una empresa machista y además darle espacio a su verdadera vocación —la pastelería—, Tuca no logra ocultar con el carrete y la promiscuidad el vacío que la espera en su departamento.

Pero la serie está lejos de ser sombría: si bien cada capítulo toca un tema que aqueja a los adulto-jóvenes (puaj) de hoy —como la salud mental, el abuso sexual o la falta de compromiso—, lo hace siempre con humor y mucho absurdo. Como cuando Tuca se contagia de ladillas, y en la farmacia, justo después de aplicarse unos remedios, los bichos salen de sus shorts y hacen una huelga reclamando por sus derechos a vivir y ser felices. O, en otro episodio, una teta de Bertie renuncia y se va de su cuerpo tras ser acosada por un gallo zorrón y machista en la oficina.

Superficialmente se ve como una serie muy volada —la vecina es una planta que hace topless y Tuca un día adopta un jaguar— pero en rigor es nada más que contingente: se habla de la sobrecarga laboral, de la rutina de la monogamia, de la soledad del hedonismo, incluso de Marie Kondo y su doctrina del orden. En ese caos imperativo, Tuca y Bertie tratan de seguir sus ideales, radicalmente opuestos, y chocan y se distancian en sus diferencias. ¿Se puede realmente ser dueña de una misma? La serie parece responder que no. Pero la amistad, al menos, hace más más valiosa esa angustia.