Germán Marín: retrato de la añoranza y el recuerdo
El rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña, confirió hoy la distinción de profesor honorario al escritor chileno Germán Marín. Acá el discurso pronunciado este mediodía por el conocido columnista y autor de El tiempo de la memoria.
La literatura —la vocación en cuyo derredor la vida de Germán Marín se ha desenvuelto— es una forma de conocimiento. Mediante ella, los individuos y los pueblos, logran asomarse a lo que son, a esa identidad oculta que se revela en sus fantasías, en sus sueños y en sus recuerdos. Por eso puede afirmarse que la buena literatura, y al revés de lo que suele creerse, no nos distrae de la realidad, sino que nos acerca a ella, a esa forma subterránea que nos constituye y que está alojada en la memoria sobre la que se erige nuestra identidad.
La literatura es, por eso, el evento público por definición, ella trae hasta nosotros el mundo compartido que está alojado en las palabras, ese material con que también nos hacemos a nosotros mismos.
Ahora bien, no hay en la literatura chilena otra obra que, como la de Germán Marín, muestre mejor ese carácter público que posee la memoria. En sus obras, cuentos, novelas y ensayos, no sólo se ejercita un estilo notable y original, la frase larga y sinuosa permanentemente suspendida, sino que mediante él se subraya que escribir es casi siempre recordar. Este hecho —que la literatura es memoria y que la memoria trae hasta nosotros un mundo compartido— resplandece una y otra vez en los textos de Germán Marín quien así, al escribir su propia memoria, escribe en alguna medida la de todos.
Y es que no hay tal cosa como mi memoria o mi mundo, si por esto entendemos una esfera privada de experiencias y de significados que se sostenga en sí misma y que sea anterior y más fundamental que el mundo que compartimos con otros.
La habilidad de Germán Marín es exactamente esa: no ceder a la ilusión del yo privado y, en cambio, hacer ver permanentemente en su escritura, cuando relata sus días en la escuela militar, los incidentes familiares o cuando mira una foto, que el mundo que trae el recuerdo es siempre un mundo compartido, en algún sentido el de todos.
Toda la obra de Marín es eso: un gigantesco esfuerzo por rescatar la memoria y por esa vía el mundo. Marín es un animal, por decirlo así, memorioso; pero no porque tenga buena memoria, sino porque concibe la vida y la existencia como la edición de lo que recordamos.
Leer a Germán Marín es sumergirse en los meandros de la memoria y tomar conciencia del entramado de significados y de sentidos que constituye el mundo. Incluso su escritura —como dije denantes, las frases largas, que van y vienen, recuperándose cuando están a punto de caer, hasta que el peligro empieza de nuevo— refleja los movimientos que hacemos cuando, tejiendo unas imágenes con otras, escapando hacia allá o hacia acá con una u otra digresión, sintiendo pena o alegría, recordamos.
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Lazos de familia, de Germán Marín.[/caption]
La trilogía Historia de una absolución familiar ejecuta, a una altura que la literatura chilena nunca había alcanzado, esa relación entre escritura, memoria e historia.
En esas novelas (¿o habría que hablar de sólo una?) la narración no solo está ejecutada como evocación o recuerdo explícito, sino que en ella se intercala un diario de vida, el diario del escritor, en el que se deja constancia del presente (un presente que la escritura va inevitablemente rebajando) y de las vicisitudes de la escritura y del recuerdo. El libro así es casi una reflexión sobre las relaciones entre la escritura y la memoria. Escritura de lo que se recuerda y registro de la edición. Se recuerda, sugiere Marín, para intentar editar lo que vivimos y así absolvernos de la culpa. Cuando vivimos, las cosas se viven con la premura del instante y es solo cuando recordamos que nos vemos como agentes que pudimos escoger, seres más o menos libres cuyo curso de acción estaba, en cierta medida, entregado a sí mismos. Y al reconstruirnos ex post como agentes, podemos sentir culpa y de esa manera absolvernos. Recordamos, pues, para sentirnos como agentes de lo que somos y sentimos culpa no por un afán masoquista o sufriente, sino para sabernos libres.
La culpa, paradójicamente, nos libera.
De toda su producción, quizá el lugar en el que ese vínculo aparece de forma más notoria, enlazando la memoria privada y la pública (o mejor aún: desmintiendo esa distinción) es Lazos de familia y Compases al amanecer.
En Lazos de familia es la fotografía la que desata el pasado que, en vez de rememorar, Marín hace el esfuerzo por exorcizar. Y es que hay recuerdos que, al traerlos a la conciencia de hoy, pueden resultar, justamente por añorables, destructores. La felicidad recordada suele causar dolor. El recuerdo (lo recordado, más bien, como ocurre en Un día feliz de este libro) suele ser la medida de la inevitable mediocridad del presente.
En Lazos de familia la fotografía es empleada no como un artificio que desata la disquisición ensayística (como ocurre, por ejemplo, en Saturno de Sebald) sino como un archivo que acredita la fugacidad de la existencia y del mundo circundante donde ella acontece. Benjamin observa que la distinción entre el arte pictórico y el fotográfico deriva del hecho que en el primero nos interesa el autor (el sujeto que es capaz de trazar en la tela un momento real o imaginado), en tanto que en la segunda nos interesa el momento que la fotografía congeló ¿Por qué? Lo que ocurre es que nuestra existencia siempre está transcurriendo (está "habiendo sido", cabría insistir) y la fotografía nos permite archivarla en momentos discretos que, sin embargo, traen hasta nosotros un mundo entero. La sospecha de la fenomenología (que vemos lo que vemos siempre sobre un fondo, un mundo circundante que lo hace posible de manera que al recordar un objeto rescatamos el mundo que lo recortaba y lo hacía posible) queda así acreditada mediante la fotografía. La gracia notable de Marín en este libro precioso es ejercitar esa memoria de archivo que acaba siendo también la memoria del lector. Marín mira una foto —de una estatua, una escena, una cosa— y es capaz mediante la palabra, esa palabra cadenciosa que trata a las frases como si fueran un permanente desafío de equilibrio, de traer hasta el presente el mundo que circundaba lo que la foto atrapó.
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Compases al amanecer, de Germán Marín.[/caption]
Un esfuerzo semejante se ejecuta en Compases al amanecer, solo que aquí es el recuerdo de un programa de radio que acompañaba a solitarios insomnes y a taxistas, el que es capaz de desatar la ficción. Una ficción que está, en cualquier caso, y como en toda la obra de Marín, atada a la memoria. ¿Por qué?
Desde antiguo (desde Aristóteles, para ser más precisos) la ficción aparece como mímesis, como imitación de lo real. Fingir equivale, en la escritura y en el gesto, al intento de imitar algo que se estima digno o indigno. Pero, como se ha observado muchas veces, la mímesis solo aparenta imitar lo real: en verdad lo que hace, a pretexto de la imitación, es transgredirla, mostrar que la realidad real pudo ser de otro modo. Y lo mismo ocurre —Marín es consciente de esto— cuando se escribe sobre el recuerdo: "Acaso sea una remembranza inventada (escribe en Escena en el parque), como más de una vez me he mentido, producto del deseo de que así hubiera sido".
"El deseo de que así hubiera sido", no hay mejor forma de retratar la añoranza y el recuerdo que alimentan a la buena literatura.
Como ustedes ven, esta distinción no es más que un pálido reconocimiento a un escritor que ha sabido hurgar como pocos en esa misteriosa característica de la condición humana.
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Germán Marín y Carlos Peña en la UDP este mediodía. Foto: UDP.cl[/caption]
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