Grados bajo cero
Expresar el frío, hacer que el lector lo conciba, requiere de un ambiente lingüístico que le otorgue verosimilitud o que lo evoque. En las obras de Shakespeare está incorporado misteriosamente. T.S. Eliot y W.H. Auden tienen pasajes donde el frío es un aura.
El frío es sádico, violento y déspota. Nos obliga a someternos a él, y cobra víctimas: muertes, enfermedades. Impregna el ambiente de una incomodidad general. Golpea la cara, cambia los ánimos.
Las personas que lo padecen se ponen irascibles o deprimidos, andan rápido, evitan exponerse a la calle. La existencia pasa a ser observada desde adentro, por las ventanas o las pantallas. La amenaza está afuera y es física.
El frío provoca conversaciones. Se comentan sus secuelas, cómo afecta el dormir, de qué manera se siente al levantarse y al salir a la intemperie. Al frío se lo maldice y se ruega para que se vaya.
Saca al alma del cuerpo. Es insoslayable, tensa los músculos y despierta deseos infantiles: ganas de refugiarse en el calor, de no moverse de ahí y de postergar todo lo que implique sufrir. Los niños se hacen los enfermos para no ir al colegio, fingen síntomas con tal de no salir de sus camas. Los adultos mientras trabajan se quejan de los días grises y los cielos encapotados. Son actitudes de resistencia. Ejercer la procrastinación en estas circunstancias, es sano. Aunque a los dueños de la voluntad, a los responsables incólumes les pese y moleste, en ocasiones, dejar para mañana lo que se puede hacer hoy es la única estrategia para eludir al agresor invisible: el frío que invade, que se cuela por las rendijas. Algunos sienten la imperiosa necesidad de consumir sopas, guisos calientes, tomar té o mate hirviendo para compensar las condiciones térmicas. Son compensaciones menores para equilibrar el desorden que genera la falta de calor.
Entregarse al frío es imposible. No hay placer en congelarse. El deseo se distorsiona. Hay que incentivarlo con alcohol, al menos. Tener sexo con frío es arduo. Practicarlo con ropa es un arte perverso o una situación desesperada propia de amantes entumecidos. Transforma lo líquido: paraliza, impide fluir, avanzar. Se pega a la piel. Incluso los que se solazan escalando montañas, sufren su inclemencia.
Borges cuenta que su maestro Macedonio Fernández se vestía con varias capas de lana para evitar el frío, puesto que decía que no se podía pensar en esas condiciones, que todo dejaba de fluir. Es una evidente exageración, que hace mucho sentido. Es difícil transmitir el frío a nivel literario. Por mucho que la describamos se escapa su esencia: lo insoportable que es, su carácter es intransferible. Los nórdicos no sienten el frío igual que los autores rusos o los de Normandía. Parece que está asociado al paisaje. Y existen distintas peculiaridades geográficas que permiten conjeturar que el frío tiene infinitos estilos, tácticas y apariencias. Nombrarlo no basta para que el lector lo sienta. Expresar el frío, hacer que el lector lo conciba, requiere de un ambiente lingüístico que le otorgue verosimilitud o que lo evoque. En las obras de Shakespeare está incorporado misteriosamente. T.S. Eliot y W.H. Auden tienen pasajes donde el frío es un aura. Las frases breves de Agota Kristof y Herta Müller están escritas con una sintaxis mínima que ayudan a que lo gélido esté presente. En cambio, Thomas Bernhard narra su vida en hospitales y sanatorios con una prosa reiterativa, que envuelve y transmite la demencia glacial que conoció en carne propia. El hielo de la enfermedad.
Reconozco el frío de la fiebre, el que viene con lluvia, el que inmoviliza y cala los huesos, el del norte y el del sur. Ninguno es semejante al otro. Todos son incómodos, tóxicos e indóciles. El frío es cruel, no perdona. Es cercano al miedo. Imposible de predecir. Las temperaturas siempre pueden ser más bajas.
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