Hace treinta años que en medicina existe la "hipótesis de la higiene". Ella sugiere que en algunas sociedades ultra sanitizadas, donde la suciedad jamás se asoma y, guante en una mano y lisoform en la otra, el 99,9 por ciento de las gérmenes y peligros son eliminados, los niños están creciendo enfermos. Se vuelven alérgicos, asmáticos y celíacos, propensos a enfermedades auto inmunes, saturados de bacterias mutantes dentro de sus pequeños cuerpos obesos. La falta de mugre y el exceso de chamyto los está debilitando.
Esta hipótesis, se me ocurre, también podría aplicarse bajo un punto de vista cultural. De la misma forma en que la falta de mugre nos vuelve menos fuertes, ¿será que la sobrehigienización de los discursos y contenidos, siempre correctos y suaves, nos va a convertir, si es que no lo ha hecho ya, en adultos enfermos, incapaces de defendernos de lo externo?
Esa parece ser la realidad. En terrenos soplados por la limpieza del lenguaje y las ilusiones, donde nadie puede sentirse ofendido y todos deben perseguir la felicidad, no sabemos cómo lidiar con virus como el de Trump ni con parásitos como Bolsonaro. Mucho menos con amarillas e insoportables pelusas de polen como Kast, que florecen porque en este presente tedioso solo el terror consigue llamar la atención.
Así como la ducha diaria —que es más una exigencia del entorno que una necesidad personal—, la corrección política se ha vuelto obligatoria para salir a la calle y subirse al metro sin que nadie te mire con sospecha. Pero hay una suciedad intrínseca, una cochinada atávica que antes de ser reprimida por el alcohol gel del deber ser millennial, tiene que ser canalizada de alguna manera. Sino, corremos el riesgo de que nos invadan sujetos como Bunny Munro.
Machista, adicto al sexo, mentiroso, alcohólico y pusilánime, entre otras virtudes, el protagonista de La muerte de Bunny Munro (reeditada por Malpaso el 2018, distribuida desde mayo en Chile por Océano), la segunda novela del cantautor australiano Nick Cave, podría representar al hijo bastardo del código imperante, criado con disvalores antiguos —como que la mujer es solo un cuerpo para ser penetrado— pero sin un espacio para reinventarse o al menos redimirse en la sociedad.
Tampoco es que el tipo lo intente o lo merezca: es un antihéroe de la más baja calaña, como si un personaje de Bukowski, además de borracho y vacío, escuchara radio Activa en las mañanas mientras se baja una energética sabor chocolate. Es un marido infiel y un padre inepto, un mandril insensible que aplaca la tristeza o la nostalgia —o cada emoción no sexual que le aparezca— pensando en la vagina de Avril Lavigne y el poto de Kylie Minogue. Y cada oportunidad que tiene para cambiar —como cuando debe hacerse cargo de su hijo o enfrentarse a su violento padre enfermo— la desecha profundizando aún más en sus horrores.
Pero ahí es cuando Bunny Munro funciona como un representante de la hipótesis de la higiene, un exiliado de este presente limpio y aletargado, del cual solo pudo sacudirse trascendiendo los límites de la atrocidad. O como decía Bolaño, el aburrimiento posmoderno, impecable y desolador, tiene como único remedio el horror. "O vivimos como zombis, como esclavos alimentados con soma", dijo en una conferencia, incluida en el póstumo El gaucho insufrible, "o nos convertimos en esclavizadores, en seres malignos".
Es sabido que Nick Cave no ha vivido ni como zombie ni como esclavo, al contrario, ha rozado con su arte en varias ocasiones la maldad. Y aquí se le aproxima con un personaje odioso y repulsivo, una encarnación exagerada de la sociedad de consumo, frenética e insensible, y que, como nosotros mismos, no tendrá perdón ni salvación.
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Portada de La muerte de Bunny Munro, de Nick Cave.[/caption]