Quizás por ser junio, el mes del orgullo pride, que la cultura pop local ha sido bombardeada por más propuestas LBGTI que lo acostumbrado. Que sean 50 años desde el alzamiento en el bar Stonewall a lo mejor intensifica la mirada. No todo lo que vi se programó para junio, lo tengo claro, pero la sincronía hace que todo parezca mejor. O la mirada se altera algo. Uno ve links, conexiones, cruces. La sensibilidad no es un triunfo por sí, pero es curioso cuando aparecen obras sólidas que tengan tanto en común como su ADN queer.

Todo esta columna está impregnada de una maratón de cintas del canadiense Bruce LaBruce, alumno del gran crítico de cine Robin Wood que vino a mostrar sus películas al Festival de Cine Amor y que cree en el cine que mira la diversidad sexual. LaBruce cree en el valor del schock, el uso del porno para avanzar la historia (qué ganas de ver las reseñas de los veteranos Antonio Martínez y Ascanio Cavallo) y la posibilidad de usar el sexo explícito para capturar eso tan inasible como es la intimidad (ver la bella Skin Off My Ass que no sólo fue una cinta que amó Cobain sino que le dio a la tina con burbujas otro significado).

LaBruce sostiene que uno debe asustarse con lo que crea y temerle a lo políticamente correcto y sobregirarse. Algo de eso hace Pedro Almodóvar en Dolor y Gloria. La han catapultado como una obra maestra y por suerte no lo es pero lo roza. Es, para citar a Robin Wood, un texto incoherente. No me queda tan claro lo que desea decir (recordar, ajustar cuentas) pero lo dice de manera magnífica. Sigue la fórmula bergmaniana de Fresas salvajes: un creador mayor repasa su vida. Cineastas de menos talla lo han hecho, no es raro que Almodóvar lo haga. Aquí está todo lo bueno que sabe hacer y poco de lo que hace mal. Todas las secuencias del niño-como-futuro-cineasta rodeado de su madre conectada a la tierra (Penélope Cruz, formidable, canalizando a Sophia Loren o Anna Magnani) y un albañil analfabeto pero sacado de las páginas de Kink son notables. La cinta a cada rato te saca lágrimas y tiene tono, tiene silencio, tiene peso, tiene edad. Ver a Antonio Banderas pasar del ser el fan veinteañero cachondo que desea follarse a un director de cine famoso en La ley del deseo a ser el cineasta consagrado que no desea follar y solo busca aliviar sus dolores es impactante. El tiempo pasa. Almovodóvar lo sabe. Dolor y Gloria roza en lo que es el cine testamento o el obituario de fantasía, pero tiene todo el derecho de filmar algo tan cercano si es capaz de hacerlo bien. Almodóvar es célebre por filmar mujeres pero acá, por fin, se hace cargo de su mundo masculino sin histeria y sin excesos. Acá los exabruptos son emocionales más que el kitsch y todo se arma y el final es simplemente glorioso.

Vi también Y un día Nico se fue, un lindo musical en el teatro Mori acerca de cómo una pérdida amorosa (entre chicos) puede también ser una oportunidad. La obra es retro porque ocurre en los 90 y hay canciones y danza y un elenco que lo da todo. Está basada en una novela autobiográfica de aprendizaje del argentino Oswaldo Bazán y se aproxima a temas dolorosos con ligereza y humor. Santiago Tupper, que ha estado por ahí en la televisión, bien puede (y debe) ser nuestro anti-galán/galán, pues encarna y habita una nueva masculinidad donde lo tierno y lo frágil y la duda y la inteligencia son armas de seducción y empatía.

Netflix optó por lanzar una apuesta mayor: Historias de San Francisco. Acá Armisted Maupin es poco conocido y casi no se ha traducido, pero en dos palabras este autor comenzó a escribir una columna de ficción acerca del mundo gay de la ciudad al lado de la bahía a partir de los 70. Lo hizo primero en un diario alternativo y luego en The San Francisco Chronicle. Maupin se transformó en el Dickens del Golden Gate. Y contó en esas páginas aquello que no es tan fácil de reportear: los bares, las casas, las tiendas, las discos, los muelles, los amores, las camas. Armó personajes inspirados en sus amigos e inventó una narradora singular en Mary Anne Singleton (hétero, perdida, torpe, del medio oeste) que mira y no juzga y participa y acaso envidia.

Pocas veces un diario entendió que en ocasiones la ficción puede captar mejor la ciudad que la crónica dura. Estas columnas se transformaron en varios libros (Tales from the City) y, hace unos 25 años, los primeros fueron llevados a la televisión vía la BBC con actores americanos como la gran Laura Linney, pero la serie fracasó. Sobre todo en Estados Unidos donde les pareció entre inmoral y de mal gusto y "muy de ghetto". Se emitía en el canal público y lo que se pensó en esa época rozaba esta idea: "¿Qué tiene que ver lo gay con la cultura masiva?". Uno ahora podría responder: la cultura pop masiva es gay pero hoy no tengo tanto espacio para ir tan lejos.

La serie, acotada, casi un sitcom, se hizo de culto y Maupin siguió escribiendo: desde las redadas en los 70, pasando por el Sida y hasta llegar a nuestros días. O casi: porque ahora el reboot trae de vuelta a los personajes de los 90 a la misma casa victoriana que es casi una pensión pero los junta con otro San Francisco: más diverso, más rico, más queer (fascinante la cantidad de opciones y personajes que muestra) y más tecnológica. Los nuevos creadores se saltaron al autor (que quizás no entiende la nueva movida) y buscaron personajes y tramas nuevas de millenials y trans y no-binarios.

Historias de San Francisco es de esas series que parece que se filmó mañana. Está casi demasiado al día. Logra algo que pocas cintas o series de tema gay son capaces de hacer: normaliza y cotidianiza. Se habla de la importancia de visibilizar, pero quizás es más clave normalizar. Aquí no solo no se juzga sino que no se subraya: nadie es víctima, nadie tiene toda la razón y no todos son buenos o están de acuerdo entre ellos. La serie "enmienda" el hecho que la ya veterana Olympia Dukakis (maestra, camp) hizo de una mujer trans cuando nunca lo ha sido usando actrices trans que ilustran su pasado en los 60 (entre ellas una Daniela Vega en un rol que sorprende). Funciona, además, como una contraparte curiosa a la gran serie Looking acerca de San Francisco de hace unos años que quizás fracasó por ser muy heteronomativa y masculina y blanca. Aquí el drama no es el enemigo heterosexual, sino los roces entre ellos y la vida misma: ¿puede un chico de 28 salir con un tipo de 54? (la escena de la cena del joven de raza mixta con unos gays viejos de clase alta que se ríen del nuevo mundo diverso es quizás la mejor escena de la televisión en años).

Otro tema que no había visto: dos chicas lesbianas se aman pero una decide hacer la transición a ser Jake. Todo va bien hasta que Jake duda si ahora no es gay y le gustan los hombres, pero tampoco es tan fácil tal como le dice un chico en un bar con que desea ligar. Me gustan los chicos con pene, comenta. Los creadores tienen mirada, saben lo que dicen. Ellen Page, además, encuentra el rol de su vida. Historias de San Francisco no es perfecta y a veces le falta cine y vuelo poético pero tiene verdad y está escrita y actuada desde adentro.