No está claro en qué momento preciso las películas confesionales de cineastas famosos se volvieron un subgénero dramático y pasaron a ser una suerte de prueba obligada del genio. Es obvio que el asunto tiene que ver con el ascenso de los directores al estrellato. La historia que cuenten estos realizadores en sus películas es lo de menos. Lo importante es que se miren al espejo, abran su corazón, confiesen sus traumas, se reencuentren con sus fantasmas, intenten desentrañar las lógicas de la inspiración y -como es de rigor en toda terapia contemporánea- que se perdonen, porque aquí nadie está para hacerse pedazos en público ni menos para devaluarse a sí mismo. Eso, como lo saben todos, no es parte de este negocio.
Está bien. No hay temas prohibidos de antemano y a estas alturas está claro que hay público para todo. Pero aun así no deja de ser sintomático que las realizaciones de esta índole hayan aparecido relativamente tarde en el desarrollo del cine. Las películas siempre fueron un espacio donde la gente iba a encontrarse con una historia que, cuando las cosas salían bien, también comportaba una mirada sobre el mundo, una opinión sobre la vida, un contacto con lo que estaba ocurriendo o podía ocurrir más allá de nuestras narices. En cambio, esto de ir a encontrarse con un "artista" en experiencias que, más que películas, son literalmente operativos a corazón abierto, es raro. Como que se fuerza un poco la naturaleza del medio. El cine es bastante más púdico con la subjetividad de lo que suele ser, por ejemplo, la literatura. El enganche histórico del público con el cine estuvo siempre mucho más asociado a la noción de realidad, a lo que estaba allá afuera, que a lo que estaba en el interior del sujeto a cargo de la cámara. Obviamente, la subjetividad en la pantalla también cuenta. Pero cuenta casi siempre como puerto de destino, no como punto de partida.
Eso era así hasta que Fellini pensó otra cosa e hizo de Ocho y medio su confesión, su psicoanálisis y su coronación. No es el único caso. Después vinieron varios otros. Woody Allen lo emuló en Recuerdos. Truffaut filmó La noche americana, una película ligera y encantadora donde, más que hablar de sí mismo, hizo profesión de su fe en el cine, en su gente, en los desafíos profesionales y humanos del oficio. Hasta Orson Welles incurrió en la perorata egótica en El otro lado del viento y ahora lo hace Almodóvar en Dolor y gloria, quizás si su obra más celebrada en los últimos veinte años. Lo hace desde luego con esa intensidad emocional tan suya y que suele dársele bien. Lo hace también con inteligencia. La pregunta es qué tan interesante, qué tan verosímil y qué tan convincente es lo que cuenta. Y creo que somos muchos quienes, puestos a elegir, más que con esto, que está muy pulido, es muy estético y no tiene salvajismo alguno, nos quedamos con los personajes sobregirados de Mujeres al borde de un ataque de nervios, con la pulsión patológica tanto del secuestrador como de la secuestrada de ¡Átame!, con los vacíos emocionales de la protagonista de Todo sobre mi madre o con la derrota final del cineasta ciego de Los abrazos rotos. A pesar de todo lo que pone en Dolor y gloria para justificar su protagonismo, Almodóvar es quizás menos interesante que varios de sus personajes.