"Una vez que hayas probado el vuelo siempre caminarás por la tierra con la vista mirando al cielo, porque ya has estado allí y siempre desearás volver". La frase pertenece al genio renacentista Leonardo da Vinci (1452-1519), y logra cristalizar un frustrado anhelo suyo: el de agitar sus propias alas, como los pájaros que por años estudió, y perderse por los aires hasta unirse a una bandada desertora. Quizás su intento más próximo fue el del 3 de enero de 1496, cuando el creador florentino probó sin éxito su famosa máquina voladora. A cinco siglos de su muerte, un espectáculo de danza contemporánea se encarga de darle altura y de revisar algunas de sus grandes obsesiones.

"Como buen personaje renacentista, es tan amplio que centrarme en demasiados puntos de su vida era pretencioso y arriesgado", comenta al teléfono desde Madrid el coreógrafo Enrique Cabrera (1960), quien hace 30 años dejó su Buenos Aires natal para irse a probar suerte a la capital española.

Bailarín, actor y titiritero, Cabrera logró hacerse un espacio recién en 1995, tras recibir el premio al coreógrafo sobresaliente del VIII Certamen Coreográfico madrileño. Ese mismo año, y obedeciendo a su deseo de seguir creando piezas para el público familiar, especialmente los niños, fundó la compañía Aracaladanza, que el 20 y 21 de julio debutará en Chile sobre el escenario de la Fundación CorpArtes.

Vuelos, la pieza que los dará a conocer en el país, sigue la misma senda por la que ha avanzado la agrupación en sus casi 25 años de historia. Con más de 20 espectáculos en el cuerpo y varias giras por los principales escenarios de Europa, Cabrera quiso centrarse esta vez en Da Vinci, más allá de La Mona Lisa y La última cena.

"Años atrás creamos una trilogía dedicada a artistas plásticos", cuenta. Primero fue Pequeños paraísos (2006), a partir de El jardín de las delicias de El Bosco; luego Nubes (2009), pieza inspirada en el universo del pintor belga René Magritte, y finalmente Constelaciones (2012), que tradujo a movimientos el mundo surreal de Joan Miró.

"Nuestras obras se caracterizan por dos cosas: el trabajo con objetos y el no tener una dramaturgia narrativa. No contamos ninguna historia, no hay principio ni final, ni buenos ni malos. Odio la idea de presentarles arquetipos, mensajes o moralejas a los niños. Para eso están sus padres, tutores y profesores. Apostamos más por darles una experiencia", agrega el coreógrafo.

En Vuelos, montaje estrenado en el Teatro de la Abadía de Madrid en 2015, cinco bailarines agitan el escenario en 50 minutos. Además de las alas con las que Da Vinci soñó, aquí también asoman otros de sus objetos de estudio, como los poliedros, la figura del caballo y hasta la perspectiva en sus dibujos. "Los intérpretes bailan con unos palos pegados a las piernas y a los brazos, para mostrar de una manera conceptual el afán perfeccionista en sus trazos", comenta el director.

A menudo le preguntan cómo piensa al público infantil. Ahora responde: "Es el más subestimado, dependiendo de cada país, pero no es el más exigente. Yo creo que ese es un tópico, simplemente porque los niños tienen una particularidad que los adultos hemos perdido: la capacidad de ver sin juzgar, y de sacudirse tanto raciocinio. Yo trato a los niños como adultos, y me gustaría que los adultos se sentaran en un patio de butacas como niños", opina.

Tampoco cree que los niños sean el público del futuro, como suelen decir. "Nunca hemos sentido que estamos formando nuevos públicos, sino que estamos frente al público del presente. Sí sentimos una responsabilidad de crear vocación, pues más allá de si terminan siendo cajeros de un supermercado o abogados o barrenderos, el hecho de que hayan podido ver o ser partícipe de un proceso creativo, los hará más felices. El arte tampoco es una terapia, pero es tan vivo que permite estrechar miradas o distanciarte de otras, crear criterios. Eso es algo subversivo, sobre todo en el mundo en que vivimos hoy", concluye.