Los historiadores, seguidos de los críticos de cine o los reporteros del pop, tienden a querer asociar el arte de un período con las pulsaciones políticas y sociales que muchas veces, justa o injustamente, suelen relacionarse al presidente o al dictador de turno de un país. Es en extremo tentador y, de paso, pareciera legitimar el pasarse todo el día viendo streaming o películas o yendo a recitales. Sin duda el pop (arte bueno, arte malo, explosiones freaks, bandas de chicos coreanos) dice mucho acerca del momento, ¿pero tenemos la distancia para entender qué realmente nos están diciendo?
Lo más probable es que no pero nos gusta intentarlo igual.
Mientras más tiempo ha pasado, mejor. Se corre menos riesgo pero también es divertido arriesgarse. Pero ojo con irse en revoluciones: no todo lo que se crea se hace pensando en la trascendencia o en los posibles lazos de lo creado con la sociedad. Muchas veces esos vínculos son literales y otras veces es subliminal, inconsciente, no pensado o capaz que conectado con aristas y deseos que poco tienen que ver con la ola política, económica y social. Hay algunos que sostienen que es el arte el que adelanta y es el verdadero indicador (chao encuestas), pero pocos le hacen caso. ¿Tuvo algo que ver Jorge Alessandri con La Nueva ola? ¿Hubo una moral Frei Montalva? ¿O una estética Frei Ruiz-Tagle? ¿Fue la era Jimmy Carter disco? ¿El arte del gobierno de la Unidad Popular fue más pop o comprometido? Quizás es muy pronto para saberlo.
La gente, lógicamente, tiende a hacer trampa y les gusta recordar a su antojo y conveniencia. Uno pensaría que sí hay una mirada Bachelet (la cinta Gloria capaz o La muñeca gigante o Una mujer fantástica) y que Piñera se resume mejor en telenovelas nocturnas paranoicas y capaz que en las comedias de imitaciones de Kramer (Dios, qué legado). Una cosa además es como se recuerda una era y otra muy distinta es lo que se produjo durante ella. No siempre dos más dos suman cuatro, aunque sería genial que fuera así. ¿Era Bill Clinton grunge? Muy pronto aun para saberlo. El asociar los apellidos de los gobernantes a una cierta producción o estética (reaganiano, menemista) me suena más a fantasía o deseo de querer darle un contexto al pop cuando capaz que sea el pop (y la tecnología que lo va procesando y expandiendo) el que contextualiza y forma y hasta termina adelantando o moldeando los procesos.
Dicho todo esto, a veces dos más dos sí suman cuatro. Trump ya lleva un buen tiempo en la Casa Blanca y lo más probable es que será reelecto. A nivel estético lo más interesante es sin duda La Moral Melania. Después del glamour progre de los Obama es fascinante como el mal gusto se volvió de alguna manera aceptable y asociado al poder. Lo curioso es que aún no hay un arte Trump. ¿O sí? Aún es muy pronto para lanzar tesis. ¿Qué música o cine o novela es trumpiana? Al parecer poco. No los veo. Busco pero no lo capto. Capaz que esos programas de televisión tipo La Voz o todo lo ligado a los reality: sin duda que eso es su estética y su estilo de gobernar. La moral reality que, como ya todos sabemos, poco y nada tiene que ver con la realidad. Spielberg hizo una cinta anti Trump y pro periodismo algo forzada, pero que igual funcionó llamada The Post, pero el cine opositor no vale para bautizar un modo, una forma de ver el mundo, un ángulo. Hay pocos creadores pro Trump, lo que complica las cosas a la hora de atrapar tendencias.
Hasta el momento la cinta que mejor capta la visión Trump es El fundador con Michael Keaton dirigida por el derechista y populista John Lee Hancock que se estrenó días antes que asumiera el actual presidente americano y es acerca del tipo que le robó la idea de la comida rápida a los hermanos McDonald. La cinta es repelente, fea, procaz y funciona como una cinta de terror que huele a doble queso. Intenta transformar en héroe un patán (no lo logra) y posee la densidad de papas fritas recalentadas, pero algo capta y lo que capta es la vulgaridad, el capitalismo desatado y la necesidad de vencer a toda costa (está en Netflix con el genial título de Hambre de poder). El cineasta más facho de Hollywood es Peter Berg, que hace eficaces cintas de acción, que intentan captar la moral de la clase trabajadora, con Mark Wahlberg siempre como su muso, pero Berg está más interesado en la erótica bélica y la seducción de las armas que intentar apoyar a la vulgaridad de Trump.
¿Dónde está entonces la sensibilidad de alguien que parece no tenerla? Creo que este mes la divisé mirando televisión o cable o como se llama ahora (HBO y Showtime), pero aquí sucede algo curioso. No es tanto acerca de la moral Trump sino del terror que produce. Y quizás ahí está la manera como esta era será recordada: un arte del terror. Ahí entonces viene el cineasta afroamericano con su díptico: Huye y Nosotros. Y en series como la futurista y demencialmente certera Years and Years que adelanta, año a año, desde el hoy al 2039. Trump gana el año 2020 y luego Pence; el Brexit se queda; Europa cae bajo el fascismo; la tecnología lo arruina todo; estallan bombas nucleares; los gay son proscritos en Rusia; la inmigración se vuelve el enemigo número uno y Emma Thompson empieza a subir como una dueña de casa populista que dice lo que piensa y sigue el manual de Trump de usar los matinales y las noticias falsas como trampolín.
Otra serie extraordinaria es The Loudest Voice que, junto con Vice, la cinta nominada al Oscar de Adam McKay, arman un extraño combo de películas que desean criticar la moral Trump y la cultura depredadora y la política de la ultra derecha, pero creadas seguramente por gente que piensa lo contrario. Es la izquierda pensando como la derecha, pero, a diferencia de lo que ocurre en América Latina o en el mal cine político, acá se produce algo: al intentar criticar, los creadores son seducidos o, al menos, intentan entender. En este caso, la creación del Canal Fox que desea ser de derecha y no llegar a todos, pero llegar bien a los que no son tomados en cuenta. Russell Crowe como Roger Ailes crea un monstruo fascinante. Quizás debido a las convenciones que exige el buen drama, este tipo de obra que desean denunciar a Ailes o al vicepresidente Cheney terminan siendo feroz y fascinantemente incoherentes (no saben lo que quieren decir, no dicen lo que pensaban denunciar, los personajes se comen la ideología, los creadores no tenían tan claro su posición quizás). El mejor arte es, al final, incoherente. Tanto así que uno termina fascinado y casi seducido por sus protagonistas dementes y sádicos, pero sin duda inteligentes. Es lo que se llama el síndrome Hannibal Lecter. Uno lo teme al antihéroe, pero a la vez desea que triunfe. El mal como adicción, como diversión; el malo como héroe.
The Loudest Voice conversa muy bien a su vez con otra serie de HBO: Sucesión que, a su vez, es una suerte de serie-en-clave acerca de los Murdoch, la familia dueña de Fox y otros conglomerados mediáticos. Trump está presente pero no es el héroe. No puede serlo. Trump es más para sketch, caricaturas, pero es el mal de los que lo rodean y de aquellos que lo llevaron al poder, lo que puede ser drama y tener espesor. Esto al final no es nuevo: hubo una cinta del año 39 llamada El ciudadano Kane que nació para derribar y destrozar a Randolph Hearst. No lo logró, pero de paso Welles hizo una obra maestra y sentó un precedente: la obra acerca de periodismo y poder que se refocila en el mal y es capaz de entender al que se deja carcomer por la ambición.