Los que calculan cuánto y qué ganan terminan inmóviles, prevén cada acto, cada palabra. Son los mejores promotores del estancamiento. Tienen miedo al desorden y al entusiasmo. Razonables, demuestran fe en un sistema social que los acoge. El qué dirán les importa demasiado. Se sienten observados y creen que deben cumplir con expectativas establecidas para mantener su lugar. Pertenecen, están satisfechos, eso les basta. Viven en búsqueda de una felicidad acotada. Conservadores de espíritu, se creen pragmáticos y libres. Están en todas las clases sociales y son mayoría.
Detestan a los insatisfechos, no los entienden. Consideran que están equivocados, que no se conforman con nada, que piden mucho de la realidad.
Es una actitud genuina y cerrada. Algunos expertos aconsejan la sublimación y la disciplina para contener los deseos impropios. Las inclinaciones, los arrebatos y los ardores están en la categoría de lo extraviado, de aquello que debe ser controlado con sumo cuidado para evitar secuelas o complicaciones. Las pasiones individuales son las que generan estupor, las prohibidas, las que se deben reprimir para tener una vida decente. El fanatismo en grupo, en cambio, es sano, es una muestra de compromiso. El devenir nos ha llevado a esa estrambótica paradoja. Protestar es una acción valiente, exponerse por una causa es digno de admiración. Por el contrario, entregarse a una aventura solitaria es una pérdida, una falta, una caída que se debería evitar. Las pulsiones tienen que ser compartidas por todos, estar a la vista, nada de andar gozando sin que lo sepa el resto.
Solapada nace una nueva moral, una lista de tabúes estructurados para que nadie se salga de la fila, del redil controlado por las redes sociales y los entornos jerárquicos. Estamos sumergidos en una filosofía barata, que permite que los mentirosos y los torpes adquieran el poder y hagan de las suyas. La falta de espesor, de densidad, es una tendencia que ha secuestrado la opinión pública.
Que se elimine el estudio de ramos como Filosofía o Historia es una consecuencia política de la frivolidad que demasiados han preferido. Diluir la complejidad, lo ambiguo, es una forma de prevenir la propagación de conceptos inquietantes.
Hablar con frases largas y compuestas, hacer distinciones, hilar fino, buscar la precisión son cuestiones en extinción. No rinden. Las nociones que no se pueden resumir en un par de frases ingeniosas son prescindibles, soslayadas. Es más, las ubican en el ámbito de las enfermedades. El peligro radica en que el pensamiento sin repliegues, sin contradicciones, se limita a ser un slogan o una promesa incuestionable.
La simplificación extrema conduce al delirio fascista. La historia está repleta de ejemplos al respecto. Eliminarla es otra medida para asegurar que vengan nuevas generaciones de sometidos. La ignorancia dejó de ser un signo de inferioridad. La pérdida del valor de la cultura es total. Las consecuencias son fáciles de constatar: el Teatro Municipal acaba de echar a 59 personas, BancoEstado no seguirá poniendo dinero para el cine chileno y TVN aplaza y aplaza su señal cultural. El empobrecimiento del espacio del arte es abismante. Viene la hora de la resistencia.
Sospecho que será dura, indisoluble y sucia.
Foto: Resistencia, de Gonzalo Díaz.