Antes, me acuerdo, las vacaciones de invierno eran justamente eso: una suerte de vacaciones o paréntesis en que la cartelera se plegaba de su rutina adulta para cederles las pantallas a los niños y a los adolescentes. Volvían algunos clásicos de Disney y todo aquello que era clasificado para todo espectador (¿código populista?) arrasaba por unas dos semanas. Hoy, mirando la cartelera, pareciera que las vacaciones son para siempre y que los 80 y 90 han regresado.
¿Te tinca El Rey León o vamos a ver Chucky, el muñeco diabólico?
Creer que se han acabado las ideas es torpe y es no entender (o no querer entender) el estado de las cosas. Al revés: lo nuevo tiende a mirarse en menos o con sospecha. Disney, desde luego, sabe lo que hace: no es que se hayan quedado sin historias sino que captan que lo que la gente desea o pareciera desear (estamos en la era de la manipulación: parte clave del marketing digital es crearte necesidades) es confort, contención y repetición. No correr riegos y (sobre todo) no querer arriesgarse a no entender (da lo mismo si te aburres). Por algo los niños más pequeños desean que le repitan y repitan la misma historia: hay una suerte de fascinación en volver a la tierra prometida de la narración favorita.
Quizás regreso es la palabra adecuada.
Es la raíz de regresión, ¿no?
También tiene que ver con los cimientos del género: que suceda más o menos lo mismo siempre. Es clave entender que, en estos casos, los que desean confort, contención y repetición son los adultos que amaron la cinta animada cuando fueron niños (y quedaron algo aterrados al reflejarse e identificarse con un Simba huérfano incapaz de enfrentar la selva). Antes eran los niños que llevaban o arrastraban a los padres al cine; hoy, al parecer, la operación es todo lo contrario. El demente cover digital de El Rey León (con animales jurel-tipo-salmón o queso-tipo-queso de aceite de palma que son falsos pero parecen reales pero al final uno capta que son falsos y... uf... los prefiero animados) parece ser un ejemplo macizo. Son portaaviones indestructibles que explotan en la taquilla casi de manera exponencial a sus malas críticas. Mientras peor las críticas, mayor el éxito.
He huido de la cartelera entonces para abrigarme con polars y hacer mi propia regresión: la tercera temporada de Stranger Things (ST). Han pasado tres años desde que debutó en Netflix y redimió/revivió a Winona Ryder (notable) y transformó el cuerpo poco trabajado del Sheriff Hopper (el gran David Harbour) en objeto del deseo (fantasías tipo daddy). Vi la nueva temporada mientras leía y revisaba el precioso libro de tapa dura Mundo del Revés (la guía oficial) que llegó a las librerías para alterar a todo fan y que resume, en estos tiempos de Instagram, la importancia de lo epidérmico y lo estético en ST. Lo que más me moló (la traducción es tan española que deja a los traductores castizos de Bukowski como aburridos funcionarios de Naciones Unidas) es lo abiertos que son los creadores con sus referencias: Stephen King (algo de It, mucho de Llamas de venganza, no poco de Cuenta conmigo y Carrie) y Steven Spielberg y toda su fábrica Amblin.
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Stranger Things 3 es un festín de trivia. Aún así tengo sentimientos encontrados, pero sin duda tengo sentimientos y la serie sabe provocarlos, estrujarlos y condensarlos. La regresión invernal tiene algo tibio y te hace adelantar la primavera y capaz que hasta el verano (las cintas americanas pop de los 80 y de las cuales bebe ST siempre eran de verano y se exhibían con calor) y sí: te dan confort. Abrigan.
Lo admito: me cuesta no fascinarme y glotonear con una serie que cita tanto a Juegos de guerra de John Badham, "Material Girl" de Madonna, esos trajes de baños rojos, el tema "Never Surrender" del canadiense Corey Hart, la serie Magnum con Tom Selleck, Encuentros cercanos, La niebla, Poltergeist, Wham!, Volver al futuro y, cómo no, el tema central de La historia sin fin compuesto por el genio de Giorgio Moroder. En esta temporada la serie de los hermanos Duffy es menos comida rápida (aunque ese mall que aparece, esos food courts, esas citas a Phoebe Cates y Fast Times at Ridgemont High y a todas las películas de John Hughes) y más carne-con-grasa. Es, por cierto, mucho más jugada que muchas cintas de las que emana.
Es distinto mirar el presente mientras ocurre que tener distancia y hasta nostalgia por un pasado que, por romántico que nos parece, también ya sabemos que estaba lejos de ser perfecto. Todo transcurre durante un caluroso julio de 1985. Lo más rupturista es que ST asuma que su elenco haya crecido y tenga hormonas, algo a lo que Spielberg se negó (o se hubiera horrorizado). Las hormonas, a su vez, excitan, pero son capaces también de dañar. La sugerencia que Will, el chico solo que fue raptado, puede ser gay o al menos distinto no parece algo calculado sino creíble y hace revisar todo la homo-erótica sublimada de esa era (Cuenta conmigo de nuevo). Maya Hawke como Robin no solo canaliza lo mejor de sus dos padres sino que crea un personaje mucho más complejo que lo que jamás hubieran dejado aparecer en una cinta de escapismo.
La idea del mall capitalista invadido o capaz que construido por los rusos es perfecto. Hacerse cargo del fascismo latente americano (Rojo amanecer de Milius) y del #MeToo y hasta de un posible Trump (La Zona Muerta de King reprocesada por Cronenberg) es algo que, durante la era Reagan, hubiera sido imposible hacer porque aunque uno lo quiera, es complicado anticipar lo que viene.
El mall, entonces, aparece como el futuro y a la vez como el fin y como una nave espacial (una suerte de Google pre Google) que va a arrasar con todo lo que existe para devorarlo. Los creadores de este soufflé vintage aman las cintas de su pasado pero también son capaces de leerlas entre líneas y reprocesarlas. Vi la serie justo después de Chernobyl (los 80 sin nada pop) y el desastre de Osorno (¿nuestro Hawkins?) sin agua. Esta sincronía aumentó el realismo y la pertinencia de lo imaginado por los Duffer.