Es difícil lidiar con el envejecimiento de nuestros héroes. Es tan doloroso como asumir el envejecimiento de nuestros padres, de nuestros amigos, de nosotros mismos. Pero en los músicos de rock, que aún encarnan el mito de la juventud eterna, su envejecimiento es la cifra de una imposibilidad, de una trampa.
Pero no todos envejecen igual, desde luego. O, dicho de otro modo: no todos envejecen mal. El caso de los Rolling Stones es paradigmático, una especie de escala a partir de la cual se miden todos los otros casos. ¿Hasta qué edad van a salir de gira? ¿Hasta qué edad se puede salir de gira? La descarga eléctrica de decenas de amplificadores enormes, los micros y los aviones, el ruido de la multitud. Es como si los Stones fueran conejillos de indias de un experimento al que todos asistimos y en el que interviene la ciencia, la religión, la política, el arte. Su combate contra el tiempo es también el nuestro; es, finalmente, la batalla de toda una época obsesionada con encontrar la fuente de la eterna juventud, una batalla perdida que aún no han perdido. El ensayista argentino Pablo Schanton habló de ellos como "unos ingleses multimillonarios que juegan al cricket y a veces salen a cantar su vieja rebeldía por el mundo. Más allá de que los hayamos reinventado a nuestra medida, lo que importa es que encarnan ahora la mayor rebelión posible: a escala metafísica, esta gente está resistiendo al paso del tiempo".
El rockero viejo es un concepto al que nos hemos ido acostumbrado y que ya forma parte del paisaje habitual de la música pop, al punto que aquellas estrellas que se apagaron demasiado rápido (los socios del exclusivo club de los 27: Brian Jones, Janis Joplin, Kurt Cobain, Jimi Hendrix, Jim Morrison, Amy Winehouse) han dejado de dialogar con el presente, y se nos hace muy difícil imaginar cómo serían hoy. ¿Cuántas veces nos preguntamos lo que opinaría un improbable John Lennon del siglo XXI del estado de la industria discográfica, de Donald Trump, de los discos de Paul McCartney? ¿Qué postura adoptaría frente a lo que Simon Reynolds llamó la retromanía, la adicción de la música pop a su propio pasado? No podemos saberlo, y esa imposibilidad de traer a los artistas que murieron demasiado pronto al presente es la sentencia de derrota de la muerte joven, de esa frase que alguna vez fue santo y seña de los años sesenta: "muere joven y deja un cadáver bonito". El envejecimiento de Keith Richards, que acumula pliegues en la cara como las rutas de un camino que no va a ningún lado, es también un mensaje para esos rockeros que se sacrificaron: su muerte, parece decirles, no tuvo el sentido que en algún momento creímos que tenía.
La literatura es menos cruel con el paso del tiempo. Tenemos la impresión, incluso, de que los escritores mejoran a medida que se van haciendo viejos, como si la literatura fuera un arte que supiera, como ningún otro, incorporar la densidad que otorga la acumulación de los años y la experiencia. Los escritores se añejan, son un alcohol noble. Hay quienes incluso empezaron a escribir de adultos. Toni Morrison empezó a los 40 años, cuando sus hijos ya no consumían todo su tiempo. Raymond Chandler hizo lo propio recién a los 45, cuando lo echaron de su trabajo en una planta petrolera y no supo qué otra cosa hacer. Muchos escritores, en efecto, esperan el momento de la jubilación para poder dedicarse, por fin, a escribir todos esos libros que antes no pudieron escribir. La vejez es un paraíso posible para ellos, y no se les ocurre pensar que no ser jóvenes les podría jugar en contra. Mario Levrero escribió su mejor libro, La novela luminosa, antes de morir. También Roberto Bolaño. Ricardo Piglia trabajó, con una enfermedad terrible que no le permitía mover el cuerpo, en los tres tomos de su diario que son, acaso, su mejor libro. Edward Said llamó "estilo tardío" a esa instancia: cuando un artista, en el tramo final de su trabajo, suelta amarras, se libera, y produce sus obras más abiertas, más arriesgadas, más fuertes. Quizás Rimbaud haya sido el primer y último "escritor rockero": abandonó la literatura a los 19 años, justo antes de hacerse adulto.
Con el tiempo, sin embargo, algunos empezamos a preferir las "voces viejas" por sobre los timbres jóvenes. A sus 72 años, Marianne Faithfull volvió a grabar su primer hit, "As tears go by", el tema que le regalaron sus amigos Jagger y Richards cuando ella era una chica de 18 años que deambulaba por las noches blancas del swinging London. La de 1964 es una voz casi virgen, dulce y algo apresurada; la de ahora es rasposa y lenta, infinitamente más conmovedora. Su garganta porta las huellas de un recorrido, y su voz contempla la posibilidad de su propia ruina. Dicen los traductores literarios que los grandes libros de la humanidad deberían volver a traducirse cada 50 años: es el tiempo que tarda la lengua en transformarse, en mutar de piel. Los cantantes deberían hacer lo mismo. Al final del camino tendrían que grabar un disco con versiones maduradas de sus clásicos juveniles.
La serie de discos American Recordings de Johnny Cash producen, precisamente, esa emoción biológica. Son el testamento de una voz que alguna fue un roble gigante, una madera irrompible, y que ahora se podría apagar pero aún no se apaga. Solo muy ocasionalmente, cuando estoy con el ánimo necesario, escucho su versión de “If you could read my mind”, una canción de Gordon Lightfoot que, como todo gran cover, parece escrito por el que mejor la interpretó. La dicción de Cash en esa canción está empastada, como si se le hubiera secado la boca y por momentos pareciera que no va a poder completar la frase, que el hilo, ya tan leve, se va a cortar. Pero siempre llega al otro lado de la río. Es una interpretación agónica y extraordinaria. Con el último estertor de aire en el fondo de su pulmón, ese pulmón que alguna vez fue una reserva eólica de donde emergía una de las voces más contundentes del siglo XX americano, ahora ese hombre apoya su bastón sobre la cuerda floja de una lengua inglesa de la que ya se está despidiendo, y canta: “Si pudiera leer tu mente, amor, qué cuentos contarían tus pensamientos/ Como una de esas novelas de bolsillo que venden en las farmacias/ Cuando llegás a la parte donde aparecen las angustias, el héroe seré yo/ Pero los héroes usualmente fallan/ Y no vas a volver a leer ese libro/ Porque el final es demasiado difícil de soportar”.