Por supuesto que un detalle lo puede cambiar todo. Ricardo Piglia lo sabía mejor que nadie. Aprendió a leer así, entrelíneas, de la misma manera en que leía Borges. De ahí viene el Piglia lector, que en uno de sus textos más geniales definía al autor de El Aleph de esta manera: "[Era] un lector miope, que lee de cerca, que pega el ojo a la página; hay una foto en donde se lo ve en esa postura: la mirada muy cerca del libro, una mirada absorta, que imagina lo que puede haber en esos remotos signos negros. Una lectura que ve detalles, rastros mínimos y que luego pone en relación, como en un mapa, esos puntos aislados que ha entrevisto, como si buscara una ruta perdida. En el fondo, ha leído siempre las mismas páginas, o la misma página y los mismos autores, pero veía siempre cosas distintas según la distancia en la que se colocaba".
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Piglia aprendería esa táctica de lectura y durante años la aplicaría en sus ensayos, novelas y en sus diarios, cómo no: la mirada muy cerca del libro, la mirada fija en los detalles, que lo cambian todo, siempre. Y, entonces, aquella estrategia de lectura también se traspasa a sus lectores, quienes ahora, por ejemplo, pueden sostener en sus manos la nueva edición de Los diarios de Emilio Renzi, reunidos por primera vez, en Debolsillo, y pegar los ojos a sus páginas, o tomar distancia y mirar el objeto: casi mil trescientas páginas, que invitan a sumergirse en una vida, la vida que Piglia le cedió a Emilio Renzi, su alter-ego, el hombre a quien le pertenecen estos recuerdos que se despliegan entre 1957 y 2015. Una vida que es y no es la de Piglia, y que con ese simple detalle de traspasar toda su biografía a Renzi, desplaza la forma de lectura del diario, su diario, esos míticos 327 cuadernos, que se leen de otra forma cuando se lo piensa como el registro de un personaje de ficción. Un detalle lo cambia todo, siempre, y con ese leve movimiento, Piglia pone al descubierto el artificio que sostiene a todo objeto literario, incluso a aquellos géneros que se sostienen —y aferran— en lo referencial.
Difícil volver a leer diarios de vida con aquella mirada ingenua que se entrega, sin mayores reparos, a la verdad de los hechos. El artificio que sostiene todo diario, justamente, apunta a esa veracidad, al trabajo con lo fragmentario, al registro de aquella cotidianidad que envuelve al lector; es el paso del tiempo capturado en pequeñas viñetas que se van acumulando hasta dar forma a una vida.
Piglia anota al inicio de sus diarios, en un capítulo introductorio: "En diciembre de 1957 abandonamos medio clandestinamente Adrogué y nos fuimos a vivir a Mar del Plata. En esos días, en medio de la desbandada, en una de las habitaciones desmanteladas de la casa empecé a escribir un diario. ¿Qué buscaba? Negar la realidad, rechazar lo que venía. Todavía hoy sigo escribiendo ese diario. Muchas cosas cambiaron desde entonces, pero me mantuve fiel a esa manía".
Aquella manía se puede apreciar de una forma mucho más contundente en esta nueva edición, cuando se leen reunidos los tres tomos del diario, y eso —esa reunión de los diarios— invita a leer de otra forma este dispositivo: se aprecia de mejor forma la monumentalidad y la ambición de un proyecto de estas características. Son casi 60 años los que se registran en estas más de mil páginas. Es la historia de Argentina —los golpes de Estado, la política, la violencia y las formas en que se filtra en la cotidianidad— y también la historia cultural de un país registrada en la vida de Emilio Renzi: un muchacho que primero se asume lector y luego va construyendo un camino que lo lleva a la escritura —y a relacionarse con el campo literario y cultural argentino de las últimas décadas—. Leer estos diarios ahora, así, de golpe, resaltan aquel campo y permiten ver, de manera más evidente, los lazos con otros libros que reconstruyen también aquellos años: desde cierto pasajes de Black Out, de María Moreno (el bar y los amigos y las conversaciones eternas y la figura de Miguel Briante, a quien todos debieran leer) hasta la monstruosa biografía de Lamborghini escrita por Ricardo Strafacce, pasando por dos libros fundamentales: La operación Masotta, de Carlos Correas, y El libro de Tamar, de Tamara Kamenszain.
Rastrear esa época, esos intercambios, nos lleva además a otro detalle de esta nueva edición: esta vez los diarios contienen, al final, un índice onomástico, un mapa que podría ayudar a trazar nuevos recorridos para la lectura de Los diarios de Emilio Renzi, un árbol de nombres de propios, figuraciones y, sobre todo, ausencias. Leer, entonces, de atrás hacia delante: acerca y alejar el libro, buscar los nombres que más se repiten y elaborar un camino: Jorge Álvarez –el editor, el amigo—, Brecht, Miguel Briante —de nuevo: leer sus cuentos, que son extraordinarios—, Borges, Faulkner, Fitzgerald, Hemingway, Kafka, Iris Marrapodi —nombre que esconde el de Josefina Ludmer—, Onetti —a quien lee y relee en estas páginas, como preámbulo a las clases que dictó sobre el uruguayo y que se recopilaron en ese libro formidable que es Teoría de la prosa—, Pavese, Puig, Sazbón, Tolstói, Viñas, Walsh. Son los amigos, los amores, las lecturas, las afinidades electivas que obsesionan a Piglia/Renzi.
Y también están las ausencias.
Como todo diario de vida de escritor, Piglia despliega una serie de reflexiones acerca de lo que significa llevar un diario, su escritura, su abandono, su forma, sus tiempos.
"Escribir un diario es escribir para nadie, un lenguaje cifrado que sólo entiende quien lo ha escrito", anotaba en noviembre de 1976, con algo de desasosiego. Ya algunos años antes, octubre de 1971, escribía: "Me cuesta cada vez más trabajo narrar hechos y situaciones en estos cuadernos, hay una tendencia a pensar antes de actuar, olvidar el cuerpo y su desplazamiento. Así, lo que quiero aquí es describir el estado mental y la historia de un alma cautiva (en las redes del lenguaje). He usado ya cincuenta cuadernos en los que he escrito la serie de mis encuentros con la realidad".
Esas reflexiones se despliegan a lo largo de todos los cuadernos —de hecho, en un momento introduce un pequeño ensayo dedicado a los diarios de Pavese—, pero la ausencia de un nombre como el de Julio Ramón Ribeyro, por ejemplo, resulta llamativa. ¿Piglia no leyó La tentación del fracaso, quizá el diario más importante que se ha escrito en Latinoamérica? ¿Y Levrero y La novela luminosa? ¿Y Bolaño: nada de nada? De César Aira, ni hablar, por supuesto. ¿Pero Wilcock? ¿Y Alejandro Rossi, ese otro borgeano fascinante? ¿Y por qué tan pocas apariciones de Héctor Libertella?
Seguir el rastro de los nombres propios puede no terminar nunca y desviar, quizás, el centro de atención que fijó Piglia: Los diarios de Emilio Renzi entendidos como un laboratorio de escritura, el lugar en el que se ensaya, se piensa y se erra. Aquí, en estos cuadernos, hay pedazos de cuentos, de novelas, de ensayos; hay ideas, reflexiones, fragmentos que luego se convertirán en otras piezas literarias, borradores, tanteos, susurros, inicios, textos que quizá más tarde serían abandonados.
"Los diarios solo obedecen a la progresión de los días, los meses y los años. No hay otra cosa que pueda definir un diario, no es el material autobiográfico, no es la confesión íntima, ni siquiera es el registro de la vida de una persona, lo define, sencillamente, dijo Renzi, que lo escrito se ordene por los días de la semana y los meses del año", anotó Piglia buscando la complicidad de los lectores, trazando las líneas por las que transitarían sus cuadernos: un campo de batalla, el lugar perfecto para experimentar, el espacio en el que ahondaría una y otra vez en la que fue, probablemente, su mayor obsesión: comprender el acto de narrar. Descubrir y describir —y desentrañar cuidadosamente— la máquina que narra al mundo.
Ricardo Piglia/Emilio Renzi nunca dejó de preguntarse cómo funcionaba esa máquina, cómo la vida —política, social, íntima— está marcada por la forma en que se la relata.
Y para entender ese mecanismo, comprendió rápido que lo que había que hacer era leer el mundo de cerca, pegar el ojo a la página, detenerse en los detalles. Y leer. Leer hasta que todo acabara.